1980. Hace ya tres décadas de un lugar llamado Bellaterra, de nombre hermoso pero lugar inencontrable. No existían los ferrocarriles catalanes que ahora cómodamente te dejan a las puertas de la universidad. Se viajaba en autobús desde Sardanyola. Demasiado para un chico de Reus que solo había navegado por el Mediterráneo hasta Mallorca y por el interior hasta Andalucia con sus compañeros de La Salle, cuando el mundo aún le parecía demasiado grande. Quiso acompañarme mi madre hasta Bellatierra. Posiblemente yo seguía siendo ese chico de pueblo de oeste americano con una calle central y desierto al norte y al sur. Fuimos en tren desde Reus hasta Barcelona. Después en taxi hasta Bellaterra. 970 pesetas de 1979 que a mí me pareció una fortuna y que solo eran 5 euros. Pero Secretaria de Ciencias de la Información a las 17’30 ya había cerrado. No había internet entonces y conseguir un teléfono de algo que no sabías como se llamaba exactamente (facultad, universidad, departamento, ministerios…) no era fácil. Mi madre se volvió a su (mi) casa y yo me quedé en casa de mi tío Alfredo, el hermano de mi abuelo. Tuve que acudir dos veces más: la primera a buscar los formularios, la segunda con las asignaturas ya marcadas. Me quedé dos días para algo tan sencillo y tan complejo como matricularse. Pocos días después en septiembre encontramos un piso de alquiler en la calle Mayor, 16 de Sardanyola cerca de unas amigas de mi madre por si necesitaba algo.
Universitat Autònoma de Bellaterra
Y ese primer curso de periodismo se fue como había ido sin que nadie tocara mi corazón ni mi entendimiento. Estudiábamos el “lid” fórmula inicial de la notícia, Historia de España y de Catalunya y…y… Todo lo demás se borró. Íbamos por obligación a la fotocopistería donde los profesores nos dejaban gruesos volúmenes de apuntes fotocopiados, propios o ajenos. El pasillo que conducía a la fotocopistería donde había tres muchachas arruinadas haciendo fotocopias a miles olía de una forma especial. Arruinadas porque me parecía el oficio más terrible del mundo, el más monótono y sus rostros se estaban volviendo marchitos y lánguidos como el papel. Llegaba el fin de semana y regresaba a Reus ese fin de semana y volvía el lunes con los tupperwares de comida casera de las madres como han hecho y hacen todos los estudiantes del mundo. Habría que hacerles un monumento a esas madres calladas que cocinan con amor para que esos hijos que se van se lleven su aroma con ellos. En esos años recolecté libros fotocopiados sin que nada importara, sin que el autor supiera que le habían ametrallado el texto, que los pobres estudiantes tenían que devorar como quien usa, desganado, papel de water. (Entonces no existía Cedro que vigila por los derechos de autor).
Pasó el primer año de mi licenciatura en Ciencias de la Información rama periodismo (había otra rama que era la publicidad) y llegó el segundo curso. Todos andábamos, en los 80, con “El País” debajo del brazo, ese periódico que ahora se ha convertido en papel manipulado, sin la objetividad que nos vendían en clase, cancerbero de gobiernos antinacionalistas, aliado del poder que pague y que tanto daño ha hecho a Catalunya. Entonces era paladín de la justicia, crisol de todo lo nuevo y lo bueno. Ahora, papel de baño de meapilas, charlatanes de feria, relamidos y cronistas pendencieros sabelotodos.
Institut del Teatre de Barcelona
Llegó el segundo curso y empezó distinto con las pruebas de acceso al instituto del teatro de Barcelona. Aquel verano maduré la posibilidad de alternar mis estudios de periodismo con los de teatro. Había hecho algunos pinillos, como se recordará y decidí inscribirme en las pruebas de acceso de l’Institut de Teatre de Barcelona y cursar la formación de actor que duraba tres años. Esas pruebas tenían lugar la primera quinzena de septiembre en Barcelona. Allí nos entregábamos en calzón corto o mallas imporvisadas a clases de voz, de gimnasia -¿cómo llamar a lo de hacer el pino o la vertical cabeza abajo o el puente?
Elegí para la prueba final un poema de Arthur Rimbaud – Roman (Aventura) donde los versos palpitaban en mis labios
¡Diecisiete años!, ¡Noche de junio! -Te emborrachas.
La savia es un champán que sube a tu cabeza…
Divagas; y presientes en los labios un beso
que palpita en la boca, como un animalito.
Y elegí también -sí, examen final- un fragmento de “Terra Baixa” de Ángel Guimerà. un craso error. Manelic, el campesino que se enfrenta al terrateniente era un hombrecito tosco, huraño, y yo alcanzaba mi 1’88 de altura , espigado, delgado, un sinónimo de rostro delicado, más señorito qué criado. Debería haber sido el malo de Sebastiá, altivo, engreído, rico, pero quise ser el bueno, el héroe que plantaba cara al Señor. “He matado al lobo, he matado al lobo” cerraba su intervención en una de las más hermosas obras del dramaturgo catalán.
https://es.wikipedia.org/wiki/Tierra_baja
Una amarga experiència comprobar en las listas de que no había superado el acceso a los estudios de actor. Había ya organizado mi vida estudiantil pensando en que por las mañanas, periodismo y por las tardes, teatro. Y no pudo ser. Éramos 120 inscritos y solo 24 los alumnos admitidos cada año. Pero en las pruebas allí hice amigos muy especiales. Cuando regresaba a mi casa mi hermano se reía cuando hablaba de “los míos” de esos amigos con los que tanto había cofraternizado. Los estudiantes de teatro eran personas especiales, sensibles. Nunca había conocido personas tan cercanas, tan amables, tiernos, tan divertidos. Allí conocí a Nuria C. hoy booker en una agencia de modelos y actores y a Carles Sabaté en cuya biografía está basada mi novela “Boig per tu”.
Resulta extraño decir que creo que me enamoré tanto de Carlos Sabater como de Nuria. Carles era, aunque suene algo patético o incluso una cursilada, un ángel caído de una cúpula pintada por el mismo Shakespeare: de ojos azules y cabellos claros, rizados, que más que andaba, bailaba, de voz aterciopelada. Ella era una jovencisima Núria Espert de tez oscura y ojos de fuego y también de voz musical. Sí, me enamoré de ella y le pedí con un ramo de rosas para salir juntos, para ser novios. Había visto, pocos días antes a Nuria llegar a clase cogida de la mano de Carles. Y aunque sabía que apenas era un juego entre espíritus sensibles me atreví a pedírselo. Creo que metí la pata. Llevado por alguno de aquellos textos teatrales que estudiábamos le dije que “deseaba poseerla”. No había en mi ningún deseo sexual explícito. Solo me faltaban palabras en el amor. Quería decirle que ansiaba hacerla mía. Y me salió mal. No se enojó. Me habían dado calabazas un año antes cuando le pedí para salir a Antonia,una compañera del Instituto antes de salir con Mila P. y de nuevo las recibí recurriendo a no sé qué argumento. Así que perdí a mi chica y los estudios de teatro que nunca quise recuperar. Cuando terminé las pruebas tuve un encuentro con mi tutor Guillem Jordi Graells.
-¿Crees, sin embargo, que podría ser un buen actor cómico? De hecho si en la escuela me veían como Danny Kaye porque siempre paseaba mi sentido del humor, mis voces, mis gestos de manera libre era ese tono y papel el que más me importaban. Hacer reír. Y él respondió “Es que creo que un actor tiene que estar preparado para todos los papeles” . Respuesta corrrecta. Pero fue ese aire frío y silencioso, soberano con que lo dijo, el treintañero que ya prometía ser capataz y fundador de GRAN TEATRO, fue escuchar cómo deslizó las palabras como Nuestro Señor de Todas Las Cosas que logró, en una sola frase, que odiara el teatro y a sus tiranos. Y no volví a un escenario hasta el pasado año en 2019, cuarenta años después. Sí Graells, para mi fuiste ese marrano que cortó mi aire, mis sueños y mi carrera. Ahora setentón, con tu barriga llenas de vanidades y excrecencias te paseas aún por teatros como la gran esperanza blanca que, en un país pequeño, nunca fuiste. Perdonado estás. Y viejo.
Y como no pude hacer teatro, me apunté a clases de claqué para aprender a pisotear con algo de brío, pocos días después.
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