28. Una triste despedida
–No estés triste, abuelo. Si quieres, te escribiré cartas para explicarte qué tal van las cosas allá arriba: los exámenes, los amigos, qué hacen mis padres, qué pasa o deja de pasar en el pueblo… así te entretendrás. Las dejaré en el cementerio, encima de tu casa para que alguien te las pueda recoger cuando salga.
–Yo las recogeré, abuelo. ¡Prometido! –dijo Ken.
–Gracias, amigos. Esta mujer me ha dejado el corazón partido. Corremos un montón de peligros y desgracias por ella y mira cómo me lo paga. Son los tiempos modernos que vivimos: pronto no tendrán suficiente con cambiar una pierna o un ojo, pronto también querrán cambiarse los cerebros. Pero, lo que sí es cierto, es que el corazón que ama nunca podrá ser cambiado por otro, ¡sin importar los años que pasen!
Los amigos rodearon al viejo del bigote blanco.
–No os preocupéis, ya se me pasará. Son cosas de la edad. ¡Noventa años! Y ahora, vamos, no sea que la marabunta, o lo que quede de ella, vuelva desengañada y con los dientes largos. Toma, Pedro, esto lo he escrito para ti. Esta Navidad ya has tenido y vivido una historia excepcional. Te doy otra, para cuando quieras leerla…
En ese momento sacó un libro de gran volumen, de tapas viejas pero de un papel blanco decorado con letras capitales y bellamente ilustrado.
–Lo hemos escrito entre todos. Bartomeu, que domina la geografía y la historia como nadie. Kim de la India, con su sabiduría oriental. Ken tiene la mano ligera: el manuscrito es suyo. Y yo he puesto las ideas. Las ilustraciones, bordados y demás decorados son de nuestro poeta local, Ludo. Nuestra artista, la señorita Deschamps, lo ha perfumado con esencia de violeta, y el viejo capitán O’Brien ha cosido los folios y lo ha encuadernado. Como aquí abajo nos adormilamos, nos dedicamos a leer y a escribir, entreteniéndonos de muchas maneras. Ya me dirás qué te parece. Reirás: es un cuento muy muy gracioso. Trata de que Jesús desaparece del portal de Belén justo cuando van a llegar los Reyes Magos, ¡ya verás cómo se lía parda!
Y el viejo, al ver el libro de sortilegios de la Tarántula, añadió:
–¿Y este libraco? ¿De dónde lo has sacado? ¡Vaya!
–Era de la bruja. Pensé que sin el libro ya no habría hechizos que os pusieran en peligro…
–¡Qué bien pensado, pequeñajo! Cuando salgas al mundo exterior, tíralo, que solo te traerá dolores de cabeza.
–Sí, abuelo…
–Deberíamos marchar –intervino Ken–. No es seguro que permanezca aquí abajo.
–Ni mi Mediacostilla en el mundo exterior…
–Venga, abuelo, vamos…
En aquel momento hizo acto de presencia Raquel Deschamps.
–Me sabe mal, rey, he estado ocupada. Pero no quería que volvieses a tu mundo sin un beso musical.
Y dicho eso abrazó a Pedro, llenándole de besos mientras le ayudaba a ponerse el abrigo.
–Nunca estés triste. Y si notas que el corazón empieza a pesar, canta, llena tus pulmones y canta. Quién canta, sus males espanta.
–Y si un día necesito un grumete para mi nave, siempre podrías enrolarte en la tripulación de los piratas más tenebrosos de todos los tiempos –canturreó el capitán James O’Brien, poniéndose firme y haciendo sonar su pata de palo–. Estoy de acuerdo con Raquel, y ahora escucha mi tonada:
Todos al mar, todos al viento, ¡toca madera y vete riendo!
La calavera está izada, la daga bien afilada
El ataque es contundente, morirá la pobre gente
Y con esta calaverada haremos la gran velada
¡Amén!
–¡Ese poema es mío! –gritó Ludo sorprendido y contento a la vez.
–«Los versos –escribió el poeta– son de quién los necesita» ¡Y amén! –recitó el capitán James O’Brien.
Los cinco amigos salieron del refugio y rehicieron el camino que, solo algunas horas antes, Pedro había hecho. Ken abría la marcha con una antorcha, Kim llevaba otra al igual que Bartomeu Casas, que no se callaba ni debajo del agua, y Pedro.
–Has de saber que entre las banderas piratas había algunas diferencias: no todas eran una calavera con dos huesos. En la de Bert, el negro, aparecía un pirata con un reloj que daba la mano a un esqueleto de cuerpo entero. A la de Edward, el bajito, un esqueleto completamente rojo. En la de Barbanegra, un esqueleto con una flecha que atravesaba un corazón sangrante. Y en la de Peter, el rebanacabezas…
–Bartomeu, cállate un rato, ¿quieres? Luego el niño tendrá pesadillas –dijo Ken.
El abuelo cerraba el séquito de la fiesta con el corazón partido en tres mitades.
Nadie dijo nada más hasta encontrar los escalones que llevarían al niño de vuelta a casa.
–Pórtate bien, pequeñajo. Haz los deberes sin rechistar, que es por tu bien, y dale un abrazo bien fuerte a tus padres. ¡Solo de verte ya sé que han hecho bien sus deberes! ¡Serás un hombre muy espabilado! –le dijo el abuelo Calavera.
Se abrazaron y a Pedro, por primera vez, se le escaparon las lágrimas. También al abuelo Miguel que, sin saber cómo, se notó el bigote blanco bien mojado.
–Chaval, ¡no olvides hacer deporte! Pero ojo con la pelota, ¡puede ser peligrosa! –le recomendó Ken.
–¡Adiós, gigante!
–¡Venga, niño! –le dijo Bartomeu Casas– Me lo he pasado en grande contigo. Estudia de verdad… y no olvides las lenguas extranjeras, que son necesarias para ver mundo.
–El hombre de hoy está tan ocupado que ya ha perdido el norte y no sabe a dónde va –comentó Kim–. Que no te pase lo mismo a ti. De vez en cuando párate a pensar de dónde vienes, quién eres y a dónde vas. Y que nada te pare, criatura. ¡Ah! Y no olvides nunca las sales minerales y el calcio; para que nos entendamos, un buen vaso de leche a menudo. Tendrás los huesos fuertes, y no se te romperán…
El abuelo le dio el libro de cuentos y le hizo un gesto de marchar.
–Feliz Navidad, abuelo.
–Feliz Navidad, pequeñajo, ¡ahora y siempre!
–Feliz Navidad a todos. Os echaré de menos –dijo Pedro, con un nudo en la garganta que antes no tenía.
–Ponte el tapabocas bien alto, afuera hace frío –concluyó Ken–. No hay tanto calorcito como aquí abajo.
Entonces el niñito desapareció escaleras arriba, medio cantando con miedo de perder alguna lágrima:
Todos al mar, todos al viento, ¡toca madera y vete riendo!
29. Regreso a casa
Pedro cruzó entre las lápidas del cementerio. Apagó la antorcha y comenzó a caminar hacia su casa. Allá, al fondo de la noche, se entreveía la primera luz. No, definitivamente, no podría explicarle nada de esto a nadie. Nadie le creería. ¿Por qué la gente tenía tan poca imaginación? Pocos la querían, como un puntapié a la espinilla o un plato de espinacas. Pero Pedro sabía que era la fortuna más grande. Y que solo la gente afortunada podría creerle. Sabía que, en aquel libro del abuelo, había una valiosa lección.
Se pellizcó el brazo izquierdo. Lo que no quería, de ninguna de las maneras, era que todo aquello hubiera sido un sueño. La mayoría de las historias que no saben cómo acabar, hacen que todo sea un sueño. Esta vez no. Sintió el dolor y sonrió.
Su casa estaba con la ventana de su habitación a medio abrir. Se deslizó al interior: todo estaba como lo había dejado. Tenía frío en los pies. Se puso el pijama sin encender la luz. Guardó el libro de los hechizos al baúl de los recuerdos para la hoguera de San Juan. Entonces se metió en la cama y, poco a poco, se dio cuenta de que no tenía sueño.
Encendió la luz de la mesita de noche y abrió el libro del abuelo. Pasado un rato vio cómo se abría la puerta de su habitación.
–¿Qué te pasa, Pedro? ¿No te encuentras bien? –le preguntó su madre–. Demasiado turrón de chocolate, eso es lo que pasa. ¿Quieres un poco de jarabe?
–No mamá, estoy bien. Estoy leyendo.
–¿Leyendo, a estas horas? ¿Qué te has vuelto loco? Apaga la luz y vete a dormir.
–Solo un par de páginas más, mamá. Te lo prometo. ¡Es el cuento del abuelo!
Madre mía, había mucho trabajo que hacer todavía con los adultos… no sería fácil. ¿Dónde diantres habían guardado la imaginación que ya no la encontraban?
Y con este pensamiento en mente, Pedro continuó leyendo.
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