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CUENTO DE VERANO: EL ABUELO CALAVERA Y YO (21)

By Jordi Folck
06/09/2021

27    Un encuentro sorprendente

 

Entonces, ¿no quieres que busquemos a la abuela para que no estés tan solo?

–¿Solo, yo? ¿Con estos amigos? ¡Nunca! Ya ves de lo que han sido capaces de hacer por salvarme. Diría que nos haces falta tú. Pero eso sería muy egoísta e impropio de los abuelos: te espera una vida maravillosa, «Pedro sin miedo». ¿Y tú, ya no quieres el cuento?

–Me gustaría muchísimo, abuelo.

Al niño ya comenzaban a pitarle los oídos, a salivar la garganta, a latir el corazón más frenéticamente que nunca… Pero la puerta de la cueva de los tesoros de Alí Babá se cerró cuando su abuelo pronunció aquellas palabras tan trágicas.

–Me encantaría, pero es tarde. Y no creo que ningún cuento se parezca a lo que has vivido en esta Noche de Navidad. Pero yo, cuando hago una promesa, hago una promesa. Estamos cerca de casa. Me entretendré solo un momento. Venid, amigos. Tengo una cosa para que no te quedes sin cuento durante una buena pila de años.

De nuevo la palabra mágica, cuento…

Cuando llegó a su casa, Miguel Badía se quedó plantado justo en la entrada: el capitán pirata James O’Brien le estaba esperando, picando impaciente con la pata de palo el suelo.

–¿Dónde demonios te habías metido? ¡Te espera una noble dama! Ludo, el poeta, ha comenzado a recitarle versos y, claro, la Deschamps, con ese temperamento que tiene, se ha enfadado y se ha pirado. La dama que te espera lleva un anillo gordo en el hueso del dedo. ¡Y del Capitán Hook, yo aprendí buenas maneras!

Dentro había una mujer sentada y cubierta de tules, de velos, de una vestimenta cara y de buen gusto; llena de flores en una corona que honraba su cabeza y un ramo de margaritas en la falda. Solo los ojos de un enamorado podrían reconocer a su amada entre muchas, aunque le faltasen los ojos, los labios, la nariz, los mofletes y los cabellos dorados. Solo el recuerdo ya basta para que la pasión vuelva a encenderse. Con la mano nerviosa, el viejo sacó la corbata del bolsillo y se la ató al cuello, estirándosela antes de decir siquiera la primera palabra, mudo de la emoción.

–¡Mediacostilla mía…! Te he buscado por los confines de la Tierra… ¿y te encuentro en mi casa? ¡Estás cambiada!

–Para el carro, Miguel, que te conozco. Poco queda ya de tu mujer. Me he cambiado los dedos de las manos por unos más finos y espigados; los omoplatos eran demasiado gruesos, y con aquellos pies de campesina no podía caminar como una señorita. Mi pelvis era demasiado ancha y me la he cambiado por otra más ligera. Quería los bracitos de una princesa, y mi prometido me lo consiente todo. También me he hecho quitar un par de costillas para ganar flexibilidad. Solo conservo el hueso de la cara porque, por desgracia, eso no se puede cambiar.

–¿Tu prometido? ¿Te has prometido? ¡Pero si estás casada conmigo!

–Por eso he venido a verte. En vida fuiste un calavera que nunca paraba quieto; ahora, ¡la calavera soy yo! Me gusta vivir bien. Acabo de llegar con el Barón de Bidet de dar una vuelta con un carruaje de caballos por el mundo exterior.

–¿Por el mundo exterior? ¡Pero si está prohibidísimo!

–Tiene influencias, mi baroncito, no te agobies… París, Londres, Estambul, Shanghái, Quebec, el Machi-Picchu… una vuelta al mundo maravillosa.

–Pero querida, si a mí ya me gustabas tal y como eras. ¿Qué te has hecho? ¿Por qué has cambiado de esta manera? ¿Dónde está mi Mediacostilla?

–Ahora me hago llamar Rosalía. Tu Mediacostilla ha muerto, ¡estas cosas pasan!

–Y si has muerto, ¿qué estás haciendo aquí?

–Quiero el divorcio.

–Pero si estás muerta y re-muerta. Y para mí también. Ya lo tienes, el divorcio.

–Ay, maridito mío. No lo tengo, no. Dijiste «hasta que la muerte nos separe, y más allá». Y este «más allá», me mata. Alguna cosa me ata a ti y hace que no pueda ser feliz con mi baroncito. Por tanto, te pido que rompas la promesa de amor eterno que me hiciste, que es más poderosa que el más terrible de los hechizos.

–Pero si yo te quiero, Mediacostilla…

–Te equivocas, Miguel. Tú amas a una mujer que ya no existe. ¿No te das cuenta de que me he hecho quitar las arrugas, que llevo uñas postizas, párpados de porcelana china e, incluso, pendientes? ¿Qué me han pulido los huesos? ¿Qué me van muy bien los baños de mar? Pronto me pondré también un piercing en la pelvis, que se ve que está de moda. Tú amas la imagen que tenías de mí, pero no amas a Rosalía. Mediacostilla fue muy feliz contigo, pero… ha marchado para siempre. Además, deberías cambiarte el bigote: ¡ya pasó de moda! Ahora se llevan las patillas largas de bandolero. ¿Y este niño… quién es?

–Pedro Badía, tu nieto.

–¿Nieto…? No le recuerdo. Yo solo tengo perritos para que me acompañen en mis viajes de placer. Por cierto, ahora que me doy cuenta… ¡si ese traje que llevas también está pasadísimo! ¿Y dónde vas con esa flor mustia en el bolsillo? ¡Si tenemos los gladiolos y geranios que queramos! Ay Calavera, ¡esa corbata tampoco te favorece nada, rey mío!

–Pues a mí me gusta esta corbata. Es negra, como tu alma. ¿Sabes lo que te digo? ¡Que se acabó! Rompo mi promesa solemne de amor eterno. Tengo la amistad de mis compañeros; ¡antes, ahora y siempre hasta que Dios lo quiera!

–¡Así me gusta, Calavera…! Ahora me siento mejor. Ay, de verdad que te lo agradezco de todo corazón.

–¿Corazón? ¡Pero si no tienes! ¡Te han sorbido el seso!

Y, a pesar de aquellas palabras, ella se quitó una margarita del vestido, y se la puso en el bolsillo del traje del viejo, tirando la flor mustia que lo decoraba.

–Me voy, que el barón espera noticias. Además, he de darle una buena noticia: ¡Espero un hijo suyo! ¡Cómo se va a alegrar, mi baroncito!

–¡Estás grillada!

–Sí, amor, pero no por ti.

–No hay remedio –suspiró el viejo.

Y, dicho eso, se marchó dejando atrás un tufo de perfume francés en el aire.

–Cae la noche, qué derroche de reproche –sentenció Ludo, satisfecho de sus versos.

El viejo cogió la margarita del traje y comenzó a quitarle los pétalos mientras recitaba aquella vieja cantinela: «¿Me quiere? ¿No me quiere? ¿Me quiere…?». Y al caer el último pétalo, se echó a llorar.

–¡No me quiere! –gritó, volviéndose a poner en el bolsillo la flor mustia.

–Mejor. ¿Habéis olido el tufo que ha dejado? –intervino Ken– ¡huele a váter!

 

 

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