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CUENTO DE VERANO: EL ABUELO CALAVERA Y YO (9)

By Jordi Folck
07/08/2021
el abuelo calavera

 

11.    De parte de Napoleón Bonaparte…

 

Ya estaban a punto de salir cuando se les acercó un hombre pequeñito, de huesos rechonchos, que llevaba un gorro peculiar en la cabeza y con una mano se agarraba de las costillas. De cada costilla colgaban condecoraciones; medallas de todo tipo, medida y color; galardones pasados de moda y una banda roja deshilachada que le cruzaba el pecho. El sombrero era negro con dos alas que le bajaban de lado a lado de los dientes.

–Soldado, ¿cómo vamos? ¿Acaso estás formando un ejército? –le preguntó al abuelo, mirando aquel mini séquito que le acompañaba–. ¿Una patrulla de pigmeos, quizás? Ya sabes que puedo ayudarte. Que perdiese la batalla de Waterloo no quiere decir que no sea un buen estratega.

–Querido Pedro –dijo el abuelo Calavera–, te presento al Gran Emperador de Francia, el azote de los españoles, creador de las «guerras napoleónicas», Napoleón Bonaparte.

–¿Es Napoleón de verdad? –y, sin dejar que respondiese, Pedro añadió–: ¿Y es cierto que nunca se quitaba el sombrero para parecer más alto que su mujer?

–¿Eso dicen de mí? Tengo la memoria difusa así que no lo sé. Si lo has estudiado, garçon, sabrás que tuve diversas mujeres, pero solo un sombrero –aclaró Napoleón–. ¿Y qué hacéis por estos lugares inhóspitos? ¿Qué se os ha perdido?

–Mi pequeño amigo, que quería ver mundo –respondió amablemente Miguel Badía, repeinándose el bigote, gesto que no pasó desapercibido por el antiguo Emperador.

–Ya me gustaría tener un bigote acaracolado como el suyo. Antes me hacía cosquillas, y ahora, no hay forma de hacerlo crecer. Con un bigote como ese, podría usted hacer de mariscal de campo, teniente coronel o general de los ejércitos.

Miguel Badía había sido caporal en una guerra vieja, olvidada, que había enfrentado hermanos contra hermanos y de la cual hacía ya setenta y cinco años. Aquella guerra había hundido a todo un país en la miseria, muchos habían muerto y muchos dormían todavía el sueño eterno en tumbas sin nombre. Por eso, el abuelo no quería saber nada de ejércitos, ni de soldados, ni de conquistas, trofeos o galardones que se concedían en grandes ceremonias según el número de muertos que llevabas en la conciencia.

–Muchas gracias, Emperador. Tenemos mucho que ver, y vamos tarde.

–¿Qué prisas son esas? Hasta que la cabeza no ruede por última vez, todavía nos queda una buena pila de años. Aunque tengo la sensación de que se me escapa la memoria… si la encontráis, decidle que la estoy buscando. De parte de Napoleón, claro…

Pedro estaba a punto de decir, bajo su capucha capuchina, que él debía estar en casa por la mañana antes de que su madre fuera a despertarlo el día de Navidad, pero Kim le tapó la boca justo a tiempo.

–¡Adiós, metro y medio! –sonrió el jugador de básquet de dos metros quince, dándole la espalda.

–Chaval, mejor que estés calladito –le recomendó el abuelo– y, si alguien te pregunta, estás tan muerto como nosotros. ¿No querrás que te hagan pedacitos, verdad? La envidia, tanto aquí como allá, sigue siendo el peor de todos los pecados.

A medida que pasaba tiempo en aquel mundo tan sorprendente, Pedro iba ganando confianza, se sentía más seguro. Todo aquello era alucinante, y tomaba nota: cuando al colegio le pidiesen una redacción de «tema original», ya sabría que contar. No como la última vez, que se había quedado en blanco.

–¿Pero es Napoleón, o no lo es, abuelo? Tenía una voz muy rota de tanto gritar a los ejércitos, ¿verdad que sí?

–Era él. El tiempo lo estropea todo, también las cuerdas vocales. Verás, te he explicado pocas cosas de estos «parajes desolados», como dice el monsieur. Aquí tampoco vivimos eternamente. Pasa lo mismo aquí abajo que arriba. Si haces el vago, te despreocupas del trabajo y los estudios, dejándote ganar por el «ir haciendo», que quiere decir «no hacer nada», acabas por convertirte en un muerto en vida: se te borra el cerebro, un órgano fundamental que hace falta amasar, como un buen pan en manos del panadero. Nosotros intentamos estar siempre activos. Si yo te explico cuentos, echo una partida de ajedrez, estudio, rejuvenezco los recuerdos, meneo mi imaginación –que no es poco–, y ejercito mis huesecillos –un día bailo, otro hecho un partido de fútbol o una carrera de sacos– el cuerpo y la mente se mantendrán firmes, alertas. Si me pones a bostezar y a mirar las obras, como los viejos que se sientan en la plaza hasta que les llega la muerte, pronto me harían jaque mate y se acabó el juego. Mi cabeza rodaría por el suelo y con mis bracitos fabricarían instrumentos musicales. Pero, tarde o temprano, quizá a los cincuenta años desde que venimos aquí abajo, quizá a los ciento cincuenta, nuestro cuerpo, cansado de vivir, se convierte en polvo. Pero mientras eso no pase, ¡más vale que nos activemos! Y ya que digo esto… ¡vámonos!

(Seguirá)

 

 

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