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CUENTO DE VERANO: EL ABUELO CALAVERA Y YO (3)

By Jordi Folck
20/07/2021
el abuelo calavera

 

4. Lo que quedaba del abuelo Calavera

–Querido Pedro –le dijo con la voz entrecortada por la emoción–. Sabía que vendrías, que no te perderías el cuento. ¿No le das un abrazo a tu abuelo?
Era el abuelo, sí, pero no del todo. Llevaba aquel traje gris y corbata negra con la que le habían enterrado, y una flor marchita en el bolsillo a la altura del pecho. Llevaba gafas de sol, ¡con lo oscuro que estaba! Tenía la piel sucia y negruzca. Quizá había sido la enfermedad que se lo había llevado, que le había dejado patidifuso. Pero era realmente su voz. Y aquel bigote blanco, largo y fino como una serpentina, con los dos caracolillos a los lados, también.
–¿Y esto es el cielo?
–El cielo es allá donde estés y procures por el bien de los otros –le respondió un hombrecillo pequeño, sentado en el suelo, desde el fondo de un abrigo haciendo compañía a un grupo.
Las antorchas calentaban de sobras la habitación. No hacía tanto frío como para ir así de tapado. «Parecen harapos tirados al suelo de cualquier manera», pensó Pedro.
El viejo, al ver que el muchacho no se movía, hizo un gesto con la mano para que se acercase mientras decía:
–Ya sé que eres hombre de pocos besos, «que no tienes, o que se te acaban». Eso solías decirme… ¿pero también se te acabaron los abrazos? Soy el abuelo, pequeñajo, aunque me encuentres un poco destartalado. Es la humedad: se me mete en los huesos. ¿Tan hecho polvo estoy? ¿O será… que tienes miedo?
Pedro recuperó la sonrisa. ¡Él no tenía miedo de nada ni nadie!
Aquella palabra, pequeñajo, solo se lo decía a él. Era el abuelo, ¡de eso no había duda! Entonces, sin imaginarse lo que podría pasar, el chico se le acercó con los brazos abiertos para darle un abrazo de aquellos rompe huesos que tanto le gustaban al abuelo.
Cuando lo abrazó, notó que sus manos se hundían en el traje y, sin nada que las parase, continuaban su camino hasta la médula. Del golpe, la cara del abuelo se derrumbó como un castillo de arena por una ola. Y allá donde deberían estar la cabeza y las manos, apareció la figura de un esqueleto.
Sucedió tan deprisa que el grito que dejó escapar desde su garganta se pudo oír por todos los rincones del lugar. Y así fue como Pedro conoció el miedo por primera vez.
¡Un esqueleto llevaba el traje de su abuelo! ¿Qué broma pesada era esa? Al apartarse de la figura que se desmontaba, se abrazó al gigante alto y delgado buscando protección. ¿Qué pasó? Que al tocarlo, se le cayó el abrigo y ante él apareció otro esqueleto desnudo.
Pedro volvió a gritar de tal manera que, al poco, la cueva estaba llena de esqueletos que, desnudándose, se echaban a reír.
El niño, ahora sí, quería morirse.

5. Excusas de pobre

–Ya os dije que era una mala idea: los vivos con los vivos, y los muertos con los muertos. Y cada uno, en su casa, que esto no iba a tirar –refunfuñó el gigante.
–Perdóname, Pedro. ¡Soy el abuelo! –gritó la calavera que todavía yacía en la mecedora. Se le habían caído las gafas: los ojos estaban vacíos, iba sin nariz y detrás de los dientes no había lengua. Y aun así, la calavera hablaba.
–Para ahorrarte el mal trago de verme así, pedí a un amigo escultor que esculpiese mi figura.
–¡Pero ya te habíamos advertido de «se mira, pero no se toca»! Somos como arena de playa, no cemento ni argamasa. ¡Sabías que te romperías y has dejado que el renacuajo se te acercase! –se quejó el hombrecillo que acababa de desabrigarse.
–Ha sido por la emoción de volver a verle –susurró el viejo.
Pedro ya no sabía por dónde tirar. La había hecho buena. Su madre le decía que no hablase con desconocidos. ¿Qué le diría, ahora? Estaba en una especie de callejón sin salida, rodeado de muertos. Aquel era su abuelo, y a la vez no. Salir pitando y volver por el mismo pasillo se le hacía difícil si tenía que ir solo, ¡se perdería!
–Puedes irte, si quieres –le dijo el viejo del traje gris–. Ken te llevará hasta la salida.
El niño dijo que sí. ¡Ya tenía suficiente! Le castañeaban los dientes. Ya conocía el miedo, a tan temprana edad, y quería marchar a casa. Que todo hubiera sido un mal sueño…
–Siento mucho haberte asustado, pequeñajo –insistió el esqueleto del balancín. –Nadie va a hacerte daño: son amigos míos.
Al niño le recordaba a una casa del terror que una vez visitó el pueblo. En ese momento, se reía de los esqueletos fluorescentes pintados en los. Ahora, los esqueletos de verdad parecían estar devolviéndole la burla.
–Hombre, al menos podrías escuchar el cuento de tu abuelo. Lleva días preparándolo –le dijo aquel saco de huesos de patas largas, que cada vez parecía más alto y flacucho.
Dijo que no.
–¿Es que ya no quieres a tu abuelo Miguel?
Dijo que sí.
–¿Qué se te ha comido la lengua el gato? –le preguntó el abuelo.
–¿Y cómo puedes hablarme si no tienes lengua, abuelo? ¿Y cómo me ves, sin ojos?
Hay preguntas sin respuesta y otras que necesitan una larga explicación. Si Pedro hubiera vuelto a casa sin recibir ninguna respuesta, nada de lo que iba a pasar habría sucedido. Y nunca habría vuelto a saber nada del abuelo. Cuando se hiciera mayor, habría acabado pensando que fue una pesadilla por haberse atiborrado de turrones. Pero por preguntar, a Pedro se le iba a abrir todo un nuevo mundo.

 

Seguirá el próximo sábado

¡Gracias!

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