13. La historia de Ken
La cuestión era saber dónde se había metido la abuela Remedios, que había traspasado –palabras del viejo– cinco años antes. Cinco años era muchísimo tiempo. Quizá la mujer, al no encontrar agujas para hacer punto, no tener amigas para hablar y explicar cotilleos del vecindario y sin la telenovela de las tardes, había decidido dejar de existir del todo.
–Conocí una adivina justo al llegar aquí –dijo Kim, de la India–. Ahora es una calavera rica, famosa y muy poderosa. Me han dicho que hay largas colas de espera. La visitan políticos, artistas, jugadores y filibusteros. Pero a un grupito como el nuestro no creo que nos niegue la visita. Además, creo que la podré convencer. Tiene las manos largas y por eso la llaman Tarántula. Utiliza una bola de cristal y unas cartas secretas con las que puede adivinar el futuro.
–¿Qué futuro puede adivinar? –preguntó el viejo–. No me hagas reír, que no me quedan ganas. Veo un viaje a los mares del Sur –dijo, con una voz misteriosa–, una aventura emocionante en la selva amazónica, un matrimonio con una estrella de mar… ¡ja, ja, ja! Una gran fortuna está a punto de caer de su terraza… ¡Tonterías! Nunca creí en las brujas; pero ahora veo que tenemos una… ¡y de las gordas!
–Mejor que le hagas la pelota. Igual te echa mal de ojo y pasas una semana chunga, abuelo –le advirtió Kim–. Además, tiene malas pulgas: ha metido en la prisión a más de uno por intentar engañarla. Y dicen que es familiar del gobernador. Una palabra suya, y tu cabeza rodará…
–¿Mal de ojo? ¡Pero si ya no tengo, y ella tampoco! –se carcajeó Miguel Badía–. ¡Bruja, más que bruja!
Ken había sido un hombre supersticioso, de esos que creen que si pasas por debajo de una escalera, te encuentras el número 13 en la punta de la nariz o tiras un poco de sal encima de la mesa, la buena suerte se te gira en contra. Por eso, al oír la conversación de sus amigos, empezó a sudar y, con voz temblorosa, dijo:
–Id vosotros tres, ¡que yo me vuelvo!
–¿Tienes miedo? –le preguntó Pedro.
–Escucha, Pedro. Ken fue jugador de la NBA durante muchos años: hacía canasta tras canasta –le empezó a explicar el abuelo–. Salía en las revistas deportivas, en la televisión, vivía en una mansión a la orilla del mar y justo iba a casarse cuando, en un partido amistoso de aquellos que organizan los clubs, un jugador del equipo contrario –un hombre que se hacía llamar Nadie– le tiró una pelota con tanta rabia que le giró la cabeza. Él siempre dice que aquella tarde había visto entre el público un gato negro, el gato del demonio.
–Un gato negro que me miraba con sus ojos azul cielo, un gato embrujado, con el pelo erizado –recordó Ken–. Y ahora, mira dónde me ha llevado el minino… ¡al agujero del mundo! Y nadie sabe dónde está Nadie. Y Nadie se quedó tan pancho después de haberme dejado sin cabeza. Y sé que ese gato era de Nadie.
Pedro se estaba haciendo un lío con aquella historia y ya no sabía de quién era el gato; pero, lo que más le sorprendía, era ver cómo un hombre negro tenía el mismo esqueleto que los demás. A los nueve años no entendía por qué –según muchos libros, y algunas películas que había visto– los negros habían sido perseguidos durante tanto tiempo. El hombre blanco los castigaba, prendía fuego a sus casas, asustaba a sus familias y los convertía en esclavos. Pedro se apiadó. Algo debía estar cambiando cuando el presidente del país más poderoso del mundo había sido negro.
–No lo veamos todo negro, ahora –dijo Kim–. Si la adivina puede ayudarnos, lo hará. Solo tenemos que evitar que se enfade. Ya sabéis cómo son de venenosas las picaduras de una tarántula. Y todavía no sé por qué se la conoce como «la viuda negra».
Ken temblaba con un sonido bastante musical, como de platillos.
Seguirá
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