21. El número de la bestia
¡A oscuras, en aquel lugar inhóspito donde el hombre había desaparecido haría dos mil años o más! Los cuatro fugitivos, a gatas, acabaron rodeando al niño. Al norte, el abuelo; al sur, en los hombros, Ken; Kim, al este y Bartomeu, al oeste. No les quedaban uñas, pero sí dientes para defender al nieto del abuelo Miguel de lo que fuera que viviera en aquella caverna. Pero si huían los hombres, también lo harían las bestias, ¿no?
De repente, una cerilla se encendió.
–Dadme las gracias de que en mi saco no lleve solo piedras preciosas para halagar a las damas, sino objetos a veces más preciados, como una caja de cerillas –explicó Kim–. Pero mi cabeza ya no es lo que era, así que solo tengo tres cerillas. Quizá a oscuras estemos mejor, porque ya sabéis que la luz atrae a las mariposas y a los mosquitos. Y no son los mosquitos lo que más me preocupa…
Otra cosa se movía, venía a por ellos, flotaba por las aguas. Cuando Pedro vio lo que corría por ahí, se le heló la sangre: ¡serpientes de largas colas se acercaban!
–¡Serpientes dentadas rompehuesos! –gritó Bartomeu Casas–. Creía que eran una leyenda. Son serpientes que comen huesos… a ti no te harán daño, pequeño. Son bestias poco inteligentes y no saben que tú también tienes huesos. Pero nosotros… se nos zampan como si fuéramos espaguetis.
En aquel momento, la llama temblorosa y débil se apagó, obligando a Kim a encender la segunda cerilla.
–Soldados, soldados. ¡Huyamos! –gritó Miguel Badía–. Haremos castells. Un pilar de cuatro y Pedro, de enxaneta[1]. Kim, tú que eres bajito, nos harás de base.
Aquel no era momento para lecciones castelleras: para el resto del grupo, hablarles de castells era como hacerlo de cacerolas o de un plato de albóndigas. El viejo se apresuró a que Ken se subiera encima de Kim. Y le pidió a Bartomeu que hiciera de puente sobre los dos. Ya solo faltaba que el niño subiese por la montaña de huesos. El abuelo sería el último en subir.
Las serpientes rompehuesos de lomo negro se enrollaban en el cuerpo de la víctima, como una pitón, hasta cubrirlo del todo. Después, con los anillos de su cuerpo, los apretaba hasta que se rompían los huesos y así, bien triturados, se los comían. Ya comenzaban a subir por las piernas del abuelo cuando un nuevo peligro cayó sobre ellos: más esqueletos que se acercaban lentamente. Pedro se dio cuenta rápidamente de qué los hacía tan peligrosos. Sus dientes no eran normales: los incisivos eran más largos de lo habitual y cabalgaban la mandíbula inferior.
–¡Chupasangres! –gritó Ken. Fue terminar de pronunciar la palabra, y un ejército de murciélagos surgió de entre la oscuridad. El batir de las alas producía un viento caliente y antiguo que apagó la segunda cerilla.
Kim encendió la última cerilla, protegiéndola de los roedores alados. La torre humana estaba en peligro: ¡los murciélagos comenzaban a cubrirla! Gritaban con pequeños gruñidos que te dejaban sordo. Cuando ya les rodeaba el grupo de vampiros, el viejo agarró a su nieto y lo levantó. Ya iban a clavarle los dedos afilados en las piernas rechonchas del niño, cuando Ken lo empujó y lo hizo subir hasta que Bartomeu lo colocó en el piso superior, sano y salvo. Después, el jugador de básquet, de golpe, estiró al viejo justo cuando las serpientes se iban a meter por la pelvis del abuelo. Kim había encendido su turbante, una larga prenda de calicó, para espantar a las serpientes. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes? Los vampiros no parecían temer las llamas porque empezaron a subir por la misma torre. Entonces Ken, cogiéndose con los pies a las costillas del enano, lo alzó y, juntos, subieron por el cuerpo del cartógrafo como si fuera una escalera. Bartomeu, que ya no veía nada, temía que, con tanto peso, acabara partiéndose en dos.
Empujaron a los esqueletos vampíricos, que se pegaban como parásitos al cuerpo del enano. Su táctica era engancharse a los huesos y comenzar a roerlos.
Cuando los cinco estuvieron arriba, con la llama que devoraba los restos del turbante del indio, salieron corriendo por las galerías del octavo subterráneo, no sin antes percatarse de que alguna otra cosa estaba llegando ahí abajo.
–¡Corred! –gritó Bartomeu– Si las leyendas son ciertas, acabamos de escapar de Uahalana, el espíritu errante de la Gran Bestia Negra: devora todo aquello que ve incluyendo tierras, ríos y todo tipo de criaturas. Utiliza a los humanos como mondadientes. Algún día, más tranquilamente, os explicaré su historia.
Y mientras huían: piedra que pisaban, piedra que se hundía. Hasta que no encontraron la rampa que les permitiría cambiar de nivel, no dejaron de correr.
¿Serían capaces los chupasangre salir volando tras ellos? ¿Y el espíritu de Uahalana?
–¡No mires atrás! –gritó el viejo al niño bajo la estela humeante del turbante del enano.
[1] Un Castell (del catalán, «castillo») es una torre humana de varios pisos de altura, que se construye como tradición catalana durante las fiestas populares. La exaneta es la persona que corona la torre, normalmente un niño o una niña pequeños, protegidos con un casco. (Nota del traductor).
Seguirá
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