PRIMER CAPÍTULO ( DE DOS)
Alberto Tomàs era un escritor sobradamente conocido: había vendido más de 100.000 libros lo que en catalán era, casi, un record Guiness pero ese mes de noviembre pensó que , tal vez, con otro rostro menos conocido podría pedir limosna en la calle y así pagar sus facturas. Sí, escribir en catalán significaba estar en alerta roja: el mercado era mucho más pequeño, las necesidades de leer menores y las ganancias,ridículas. Y más desde que a un excelentísimo Conseller d’Ensenyament, de infausto recuerdo, había aprobado en el Parlament, doce años antes, una ley por la que se concedían a escuelas y escuelitas ayudas económicas a material complementario. Y las escuelas y escuelitas, sin pensárselo dos veces habían pedido ayuda económica para comprar libros y socializarlos. Porque estaba de moda, quedaba bien y porque SI.
El conseller con ínfulas de ministro se las daba de sabio, de progre, de social pero lo que logró es que muchas escuelas socializaran novelas y cuentos, LITERATURA y entonces las escuelas ya no compraban libros, las librerías cerraban y las visitas a escuelas de los escritores disminuyeron: un círculo vicioso que dejó a los de ya por escasos derechos de autor y escasos recursos de los escritores en mínimos y miserables cenicientos.
A todo eso los políticos les daban golpecitos en las espaldas ya decrecidas (algunos escritores hasta adelgazaron de hueso) felicitándoles por escribir en catalán, por hacer grande el imperio, por llevar la palabra a las escuelas, por defender la lengua de sus padres y de sus madres. Y lo hacían dedicando menos del 1% de los presupuestos del estado a la cultura. Y así la Cenicienta polvorienta y andrajosa de la cultura se quedaba pequeña y descolocada.
En ese país los medios de comunicación dedicaban, de por media, siete y ocho páginas al deporte y cuatro a la cultura, quince minutos de fútbol en televisión y minuto y medio a la cultura. Porque era fácil hablar de deporte y de pelotas pero hacer divertida la cultura era lo más difícil desde el invento de la rueda y así seguían.
Y en ese ponzoñoso campo de cultivo es donde empieza nuestra historia que relaciona un director general y a un director financiero con Alberto Tomás un escritorcito al que, como verán, con premios y libros vendidos, nadie hacía caso o tomaban por tonto.
Tiempo era tiempo, los escritores del mundo percibían sus derechos de autor (las ganancias de sus libros) en el mes de abril, para un San Jordi afortunado o un mes de mayo, para rogarle a la Virgen de los Milagros, que no tardaran en llegar fueran 200, fueran 500, fueran 1000 o 2000 euros (nunca más): en su caso, 400 euros.
Pero había llegado noviembre con sus primeros fríos y ninguno de los escritores catalanes que trabajaban con esa editorial había cobrado sus regalías, sus derechos de autor, el dinero de su comida y de su vestido y Alberto Tomàs, como otros muchos que callaban, sufría en silencio.
Cada autor percibía un 1% de las ventas de su libro, lo que en literatura infantil y juvenil no superaba el euro. Y a eso lo llamaban con la rimbombante expresión”derechos de autor”. Y Alberto andaba buscando sus derechos sin encontrarlos desde ya hacía tres años…
Se le había descompuesto el rostro. Y pronto se le deshilacharía la camisa y dejaría visible ese tatuaje que mandó imprimir en su cuerpo, en tiempos de inocencia:
Amo la Literatura
¡Vaya Navidades le esperaban!
Y es ahí donde llegan los dos directores generales de la editorial: el de economía y finanzas y el general de los generales, el director general general. Ambos se encontraron en un almuerzo suculento frente a dos mesas y frente a un arroz caldoso, uno, y frente a una paella marinera, otro, que en el reputado O’Botafumeiro cobraban a 300 euros.
(Continuará…) Primer capítulo de dos
No se pierda la continuación de los esfuerzos e ingenios de un escritor para cobrar, 11 meses después, sus derechos de autor. Una historia real acaecida este pasado noviembre.
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