Continúa del post anterior sobre los derechos de autor pero, a la vez, puede leerse con independencia).
Había una vez en nuestro planeta y en nuestro tiempo una editorial con sesenta años de historia y literatura para niños y jóvenes. En el otro, un director general financiero y un director general general. Y al otro lado de la mesa un escritor, Alberto Tomàs que, ya llegado noviembre, aún no había cobrado sus derechos de autor, ese 10% del precio de venta de libros que, en el caso de libros para niños nunca suponía más de 1 euro por ejemplar.
Ese es el fin de ese cuento macabro: el escritorcito (dicho con todo cariño) llevaba ya varios emails mandados al señor C.L y al otro señor A..P.. preguntando por cuándo cobraría sus derechos de autor.
El primero había respondido que “las cosas iban mal” , “que las cosas iban muy mal” y que “las cosas iban terriblemente mal” . Y entendió que era en la literatura, que se vendía poco y mal o muy mal o terriblemente mal. Y el director general tuvo la amabilidad de llamarle para decirle que “las cosas iban mal” , “que las cosas iban muy mal” y que “las cosas iban terriblemente mal”. Y que solo cobraban a tiempo los escritores extranjeros o aquellos que tenían agentes literarios y que debería esperar su turno que en aquello todos eran lo mismos: los escritores mediáticos, los escritores divinos, los escritores de M y los escritorcitos como él. Y que si todos escribieran emails o le llamaran no podría trabajar a gusto. En todo caso, dijo, que nada podía hacerse, que era un signo de los tiempos lo de cobrar tarde y mal y que,antes de final de año, iban a cobrar todos.
Alberto o Antonio, o Alfonso, porqué cada día recordaba peor su propio nombre y , a veces le entraban ganas de desaparecer colgó el teléfono. Eran ya tres años en que cobraba tarde y mal.
Y cuando ese sábado tuvo la mala suerte de pasear por la calle Major de Gracia en Barcelona y observar a través de los cristales del restaurante Botafumeiro que ambos directores generales compartían una copiosa comida con sus respetabilísimos hijos, le entró un dolor de vientre descomunal.
Allí estaban los cinco vástagos del director financiero , vestidos, acicalados, repeinados como futuros directores financieros y los tres del director general de los generales con sus tres muchachitas lindas, vestidas, acicaladas y repeinadas como futuras directoras generales.
Alberto Tomàs pensó que con esa cuenta podían pagarle, de sobras , su deuda. A él y a otros tantos escritores. Y pensó que esa navidad iba a tener que vender cajitas de fósforos para sobrevivir aunque no tuviera vocación de “cerillera” y que ya no estaba para cuentos. Lo de escribir en catalán, algo que llevaba marcado a fuego en su cerebro y en su corazón, no funcionaba: siempre iba a ser un muerto de hambre. El país era pequeño, las ventas eran muy pequeñas y las esperanzas de seguir publicando, terriblemente pequeñas. Habían escrito que el catalán era una lengua de segunda pero ya pensaba que era de tercera o cuarta, vista la indignidad con que le trataban mientras devoraban ese arroz caldoso de bogavante y esa paella monstruosa con que se relamían los bigotes (también ellas).
Al final Alberto Tomàs cobró sus 400 euros de derechos de autor del 2016 un 21 de noviembre (cuarenta y pico semanas después, trecientos y pico días después). Le duraron poco. Escribió un articulo en wordpres quejándose del trato recibido: acabaron viéndole como un resentido, un desagradecido, un quejica, un llorón, un ciudadano molesto que no acataba las órdenes generales. En ese país pequeño, los corazones también era demasiado pequeños.
Dejó la literatura y se convirtió en pintor de coches: dibujaba letras, escribía textos sobre el capó del coche quejándose de que al mundo le faltaba sensibilidad. Y, al final, olvidada la literatura, fue feliz. Cobraba 60 euros por hora por pintar un coche. Eso le llevaba unas seis horas en un trabajo en el que “escribía” con delicadeza. Y eran 360 euros lo que en tiempos antiguos le habría supuesto vender 400 libros.
Su mejor trabajo: tatuar en los bajos del coche “hijodep…” del director financiero y otro “hijodetumadre” en el del director general y de todos aquellos que le habían regalado golpecitos en su hombro por escribir en catalán, pero como, unos y otros, mandaron a sus chóferes o nunca se les ocurrió mirar debajo, nunca se enteraron de que cargarían, por largo tiempo, con esas palabras ¿indignas?
La editorial La Galera pagó, finalmente, sus derechos de autor(del 2016) el 21 de noviembre del 2017
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