8 de junio
En el instituto nos aburrimos un montón. Tendríamos que estar en la playa y no alargando el curso cuando ya se ha dicho y hecho todo, cuando ya tenemos las calificaciones escolares y cuando ya solo apetece largarse de allí. Algún maestro generoso nos regala su clase para que preparemos la selectividad, y eso hacemos.
¡Tengo lista de espera de compañeros y compañeras que quieren mis CDs! Me he discutido con una paranoica, la Rossy, que decía que Dharma era el grupo de rock más importante de la historia de la música. He pensado que no hablaba de los mismos. He afinado el oído para transcribir sus imbecilidades aquí, en mi diario, y reírme un rato.
Todo el rato repetía: “¡Oh!, Carlos, ¡Oh, Carlos! Tiene una voz de ángel, los ojos azules y los cabellos rubios y un cuerpo que no es de este mundo”.
No me extrañaba. La Rossy es una gótica que se pinta las uñas de lila, se viste de negro y va tatuada. Debía creerse que estos grillados eran de los suyos.
—Yo lo he visto en un concierto en el Palau de Sant Jordi en Barcelona. Éramos casi veinte mil… ¡Fue increíble! El Palau se vino abajo.
“Veinte mil zumbados”, he pensado. ¿Qué porras pasaba? ¿Es que la influencia musical de mi padre me había pervertido hasta el punto de no reconocer la altísima calidad musical que ella mencionaba? ¿Era yo la extraña? Yo seguía fiel a mi opinión, cabezota, y nadie me haría bajar del burro.
—¡Pero si canta que echa para atrás! Arrastra las frases, tiene una voz apagada, a veces ridícula, sin cuerpo —me he hecho la entendida. ¡A mí nadie me daba gato por liebre!
—Pero tú… ¿qué has oído?
—El disco de Dharma.
—¡Tú no has oído el disco de Dharma!
Y así hemos estado discutiendo un buen rato. ¡Yo me había dejado el disco en casa! Necesitaba la prueba científica de que hablábamos de los mismos.
Yo, que si el grupo era una porquería; ella, que Dharma era excelso. Yo, convencida de que no podía ni escucharse. Ella se reía como una loca. Sí, estaba loca. Como aquellas chicas que gritaban y lloraban cuando salía Frank Sinatra hace cincuenta años o Los Beatles hace menos tiempo. Todas llevaban unos calcetines ridículos (lo vi en un documental en blanco y negro) y se las conocía como “Las Rock-Socks”. ¡Zumbadas!
Finalmente, he reconocido que solo había oído un par de canciones, que me gustaba beber a pequeños sorbos.
—Pues, primero, límpiate las orejas, Rosa María Vidal —ha dicho con una voz sarcástica—, y después no juzgues a nadie sin conocerlo bien. ¡Y al Carlos no me lo toques o te araño! —ha soltado, amenazándome con clavarme aquellas largas uñas de mala bestia.
Ahora, por la noche, mientras estoy escribiendo, he escuchado de nuevo las dos canciones del día anterior. A la Rossy tendrían que operarle el cerebro. ¡Aquello era infumable!
Tercera canción. Tercera y última oportunidad: “Cierra los ojos”.
Soy como un cirujano dispuesto a dictar sentencia con mi bisturí afilado.
Y…
9 de junio, tres de la madrugada
Soy una estúpida. Algo se me habrá pegado de mi padre.
He escuchado veintisiete veces la canción. He llorado. He reído. ¿Qué era eso? Aquel no era el mismo cantante. Vuelvo a escucharla. La canción es demasiado breve. La luna sale veintisiete veces.
Quizás me hago daño. Rompo el papel. Lo he empapado en lágrimas.
El diario se ha ido a la papelera. ¿Para qué quiero escribir un diario? ¿No debería mandar una carta a aquella voz? Sí. Ahora me doy cuenta. Una voz. No tengo a nadie más.
Cierro los ojos. La luna sale dentro de mi habitación…
Algo se me ha roto por dentro… Cierro los ojos.
Le he pedido perdón a Rossy. Tengo que preguntarle de quién es aquella voz, si es la del chico de ojos azules, cabellos rizados y un cuerpo que no es de este mundo del que me habló. Que qué sabe de él.
Cierro los ojos. La luna creciente me llena de felicidad. Repentinamente, quiero a todo el mundo. Deseo el bien para todos. He encontrado mi ángel de la guarda. No sé quién es ni de dónde viene ni a dónde va. Pero me ha prometido que estará conmigo para siempre.
Evito escuchar otras canciones. Las noches son mías… y suyas.
Nadie vendrá a hacerme daño. Ya no tengo miedo de quedarme sola.
¡Carlos!, ¿es ese tu nombre? ¡Nombre de rey! ¿Carlos I de España y V de Alemania? ¿Carlos de Anjou, rey de Nápoles y Sicilia? ¿Carlos de Orleans, poeta y noble? ¿Carlos XII de Suecia, el rey guerrero? ¿Carlos de Inglaterra? ¿Carlos qué…?
12 de junio
Querido diario,
Hoy, en vez de ir al instituto, me he subido al primer tren que iba a la capital y me he ido a ver a mi chinito.
—¡Quiero todos los CD de Dharma! ¿Cuánto es?
Cinco CD’s, en total. Y haciéndome la desinteresada le he preguntado por uno de los cantantes… Carlos.
—¿Ha hecho algo en solitario?
—Carlos Fabala es un magnífico actor de musicales y actor de teatro. ¿Quieres que te dé La Rosa Púrpura?
Cantantes de rock, vestidos de negro, desmelenados, descolgados, zumbados. ¿Qué caray hacía aquel ángel vestido de motorista del infierno? ¿Piratas, decía?
—¿Otro grupo de rock?
—El musical procede del film de Woody Allen “Las Rosa Púrpura del Cairo”; Carlos es el protagonista, y ya es una primera estrella…
¡El protagonista! Me lo he llevado.
—¿Y dónde lo dan?
—Ya no lo representan. Estuvo hasta finales de marzo en el Tívoli. Ahora está de gira por España.
Yo que lo escribo todo. Mi chinito decía Dharma con una sonrisa. Y lo apunto porque, a pesar de que ya tengo a mi ángel, el chinito es mi número dos en la lista de amores de mi vida.
En la tarde-noche-madrugada he oído todas las canciones de Dharma. Cuando cantaba el de las greñas me las saltaba e iba directamente a Carlos. Y al día siguiente, después de haber dormido poco, he cogido a la Rossy por los pelos (es un decir) y la he obligado a “cantar”.
—Quiero saberlo todo de Dharma y de Carlos Fabala. Tenías razón. Y te pido disculpas. Nunca había sentido nada igual.
La gótica, cosa rara, me ha dado un beso en la mejilla.
—¡Eres de las mías! –me ha dicho muy contenta.
Nunca seré de las tuyas, chalada, he pensado, pero como lo he hecho con una sonrisa de anuncio de tele… no ha adivinado que yo mentía.
—¿Viste el otro día su actuación em el musical de los sábados en la 1?
He dicho que no con la cabeza. Veía poca televisión. Los jóvenes pasaban cada día tres horas y cuarenta minutos ante el televisor. ¡Qué pérdida de tiempo! Que no contasen conmigo. En casa, tampoco teníamos Internet… uno esperaba que, al llegar el nuevo siglo, el XXI, las cosas cambiaran.
—¿Qué sabes de Dharma? —me ha preguntado.
—Nada. ¡Suelta, enciclopedia!
Ha sonreído. Y como ella se escucha mucho cuando habla y pone unos ojos como lunas y hace muchas pausas haciéndose la importante… he decidido resumirlo o acabaría con todas mis libretas.
“En el año 1986 Carlos conoció, de forma casual, a Jorge Villa en Barcelona. Jorge era profesor de la Escuela de Música. Dijeron de llamarse por teléfono y, dicho y hecho, en agosto de aquel año se encontraron. Se caían bien y plantearon la idea de crear un grupo de música. A Carlos le gustaba escribir y a Jorge, componer. Buscaron dos músicos más y, todavía sin nombre musical, dieron un primer concierto entre amigos en 1987.
Carlos había estudiado interpretación en el Instituto del Teatro. De los ciento veinticuatro alumnos inscritos, él había sido uno de los veinticuatro afortunados en superar las pruebas de acceso después de un monólogo de la obra Gente Bien, de Santiago Rusiñol, obra que ya había representado en la Academia Hublet dirigido por la periodista televisiva Elisenda Roca.
Antes de Dharma, Carlos había protagonizado sobre los escenarios algunas obras teatrales. Después vendrían series de televisión y musicales”.
Corro demasiado, ¡ufff!
“En abril del 87 entra otro músico en el grupo y preparan la primera maqueta. Encuentran el nombre musical, en referencia a Darshan un concepto oriental sobre la sabiduría y la revelación, y en octubre de ese año, dan un primero concierto ante doscientas personas. Los asistentes los animan a que se consoliden. Aquella Navidad graban su primer disco “Con labios de terciopelo azul”.
—El resto es historia —ha concluido.
—¿Qué historia? —he insistido.
—Chica —ha refunfuñado—, lo encontrarás en Internet.
Cuando ha acabado la media hora de patio, he pasado de ir a clase y me he encerrado en la biblioteca, después en la hemeroteca y, finalmente, en la videoteca. ¡Cuánta tela! Si volvía a casa tendría que dar explicaciones de por qué no estaba en la escuela. En casa, mi padre decía que no entraría Internet, que era una especie de agujero negro que llevaba a una pérdida de tiempo miserable, a un viaje hacia ninguna parte. En la biblioteca he entrado en los ordenadores para curiosear en “las autopistas de la información”, que dice el profe: las pequeñas e inciertas fotografías de los libritos del CD tomaban cuerpo, figura, genio. ¡Nunca había visto a nadie como él! Mi corazón ha empezado a latir locamente: lo sentía en las sienes, en los dedos de las manos, en las rodillas, en los pies… que diría que bailaban solos con aquel tam-tam. He encontrado una página del Club de fans de Dharma y me he inscrito. En la videoteca del insti, con más de tres mil películas, no tenían nada de Carlos. ¡Inútiles! …Lo he visto en movimiento. Con sus canciones, sus videoclips, en fragmentos de películas El chico rubio de ojos azules ha tomado vida. Yo miraba la pantalla, él me miraba a mí. Sonreía. ¡Qué dulce era!
He vuelto a casa poco antes de las diez. Había olvidado todas las comidas del día. Mis padres, asustados, estaban a punto de llamar a la policía para denunciar mi desaparición. ¡Inconscientes! ¡Locos!
Creo que medio me enamoré.
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