Tres hechos muy recientes me obligan a tratar de uno de los temas que no por sobradamente conocidos no me sigan sorprendiendo. Se trata de hablar de los padres. Y el titular negro y amarillista del “caso de los padres perdidos” ya da pistas de por dónde va esa reflexión siempre necesaria.
El juego del calamar
El primer asunto trata del éxito de la serie El juego del calamar entre niños menores de 10 años, la serie de Netflix que no he visto pero que parece viene cargada de violencia. Aparecía en prensa la preocupación de muchos docentes de que los padres hubieran abandonado su responsabilidad educativa permitiendo a su prole la visión de esta serie, fuera compartiéndola con ellos, fuera en el teléfono móvil de cada uno. Su trabajo educativo se ahogaba ante la impasibilidad de los padres. Me preguntó ¿qué hace un chaval de 9 años con un teléfono móvil y para que lo necesita? pero ese sería otro debate que no ha lugar ahora.
Muchos padres creen que el control parental es un botón del mando a distancia cuando se trata más de una actitud y una aptitud que de no poseer les convierte en ineptos. Me pregunto si algunos padres serían capaces de compartir una película pornográfica con sus hijos pequeños. Como la respuesta es que no… ¿ por qué si comparten ese visionado en familia de una película no autorizada para todos los públicos? ¿Sabrán los padres que sus hijos, de escondidas, siguen la serie en el móvil? Abierta la espita del gas sabrán que su deseducación sexual empieza a tan pronta edad con su libre acceso a internet?
Me pregunto cómo vamos a lograr que estos humanos se tomen el tiempo necesario para desentrañar una trama, una historia que les motive y le seduzca frente a una serie con su correspondiente bombardeo de imágenes tresdimensiones ante las que un libro poco o nada puede hacer. El viejo debate de la televisión educativa que hoy es ya en papel mojado abre nuevas discusiones de cómo preservar de un mundo digital abundante y precipitado a personas en edad de crecimiento.
Los padres están haciendo el ridículo con la superprotección de sus hijos y esa indiferencia o excesiva deferencia hacia ellos cuál figuras de cristal que hay que preservar del mundanal ruido, sin saber que ese mundo se les coló ya para quedarse en el teléfono móvil. Un padre no es un amigo. Es un padre. Y amar no significa decir que sí a todo. El amor consiste “en un taburete de tres patas: autoridad, disciplina y amor. Llenarlos de amor signfica que, más tarde o más pronto, alguien puede caerse de culo. Y tal vez sean los padres.
Tutti Frutti
La segunda cuestión hace referencia a una representación teatral en Collbató, el pueblecito cercano a las montañas de Montserrat. Se trata de una obra teatral escrita por mí e interpretada por una compañía de teatro a la que pertenezco. La obra Tutti Frutti, dentro del Año Internacional de las frutas y las verduras, permite en clave de comedia musical adentrarse en frutería en la que que pasan muchas cosas. La obra está basada en mi libro “Un consomé de cuentos” publicado por La galera hace ya algunos años y ahora reeditado.
Si bien la obra estaba autorizada o recomendada para mayores de 6 años nos quedamos sorprendidos cuando entre el público había entre 10 y 15 niños menores de 2 años. Pocas experiencias tan desagradables he tenido en mi vida cuando en varias ocasiones estuve pensando si parar la representación. ¿Cuál era el motivo? Que los niños se paseaban en el escenario, curioseaban en las cajas de frutas, jugaban con ellas (las de plásico y las de verdad) impedían la libre circulación de los actores frente a la indiferencia galopante de los padres que les reían las gracias. Yo no se trata solo de que los post-bebés se pasaran la pelota en plena representación en la sala de la biblioteca sino de que andaran impunemente por el suelo sagrado de los actores. Al final la actriz, una gran profesional, tomó en brazos a una de las niñas como quien dice “ahí no pasa nada”. No podía hacer nada más. O arrollarla. Y me pregunto qué narices les pasa a los padres que dan carta blanca a sus hijos, pase lo que pase sea, lo que sea, sin imolestarles que puedan detener la acción, sin importarles que en los números de baile coreografiados sus hijos puedan entrometerse entre las piernas de los actores. Me parece un escándalo mayúsculo. que los padres cuando hay un mal comportamiento del menor no solo no abandonen la sala si no que les permitan, insisto, campar a sus anchas, riéndoles las gracias. ¿Les debía decir que están creando pequeños monstruos?
Mina Harker y yo
Tercer caso: ayer mi perra y yo fuimos obligados a abandonar un parque en Barcelona, cercano a mi casa, al que acudo muy de mañana cuando está vacío. Dos agentes de la guardia urbana me obligaron a marcharme indicándome que si volvía con mi perra (a pesar que estuviera atada a su cadena y a su collar) me denunciarían. Esta mañana fui a otro parque y al llegar una mujer fue a hablar en voz baja con su marido que estaba en su teléfono móvil advirtiéndole con mala cara de que allí había un perro. Me he ido. Sé que algunos ancianos o incluso padres que habitan en las viviendas colindantes se habrán quejado o habrán denunciado que las 8 de la mañana cuando los niños se preparan para el día de escuela, hay entre cuatro o cinco perros en ese parque.
Otro asunto es la falta de espacio suficientes para las mascotas y la falta de voluntad del ayuntamiento para comprender que también forman parte del paisaje de la ciudad y de la vida de sus dueños.
En conclusión existe una indiferencia enorme y una excesiva protección hacia los hijos y una crítica feroz e intolerancia hacia aquellos elementos que puedan perturbar la vida tranquila de los más pequeños.
Me preguntó que habrá ocurrido si hubiera detenido la representación teatral exigiéndoles a los padres un mayor cuidado con sus hijos. Posiblemente se habrían enojado, se habrían quejado u ofendidos hasta la médula habría abandonado la sala. Cuál es la solución. Si los lectores, agradecidos, me dan respuestas quedaré contento
Gracias
Foto propia antes de empezar
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