23. Unas cabezas muy animadas
Pedro estaba bien escondido dentro de un nicho abierto en el muro, detrás de las costillas de Bartomeu, cuando oyeron la chusma que, al pasar, dejaban caer palabras grandes y duras como piedras.
–¿Y cómo dicen que es el monstruo?
–Solo Tarántula lo ha visto. La pobre está aterrorizada. Tendrá unos nueve años, piel fina, los ojos claros, el pelo más bien largo, dos orejas pequeñitas, una boca de piñón y una cara de no haber roto nunca un plato. Y todavía tiene todas las uñas y dientes.
–¡Ew, qué asco! Todas las uñas. Seguro que las lleva sucias.
–Puede estar segura. A los niños les encanta ensuciarse.
–Debe venir a reírse de nosotros –añadió otra voz– y, si lo dejamos marchar, vendrá con más gente. ¡Turistas, puaj!
–¡Y con cámaras de televisión!
–Pues a mí no me importaría salir a la tele.
–¡Pánfila! ¿Pero tú te has mirado al espejo? ¡Si estás en los huesos!
–¿Y qué les pasa a mis huesos? ¿Qué no son hermosos? Un poco de maquillaje y una peluca hacen milagros.
–¿Y qué crees que hará con él la policía? –preguntó otra dos filas más atrás.
–De momento, le sacarán todos los dientes para que no pueda hablar y, por si acaso lo intenta, le quitarán también la cabeza. Dicen que irá a decorar la sala de trofeos de la vieja, donde ya tiene un cráneo de vampiro antiquísimo de cuando aquellos seres poblaban este mundo, un cráneo de velociraptor de hace dos mil años, uno con dos cabezas y un dos caballos, y pronto un niño cotilla, ¡ja, ja, ja! –rio–. Con el resto del cuerpo, seguro que harán juguetes para nuestros niños de aquí.
¿Qué porras les pasaba a aquellos esqueletos monstruosos? ¿Tan lejos se les había ido la olla? Si el abuelo y el resto eran tan humanos, ¿qué estaba pasando en aquellas cabezas huecas? Quizá ya llegaban vacías y por eso no había medicina posible para curarlas. Pedro, el niño que buscaban para convertirlo en un monstruo de feria, estaba boquiabierto. Si le pinchasen, no le sacarían ni una gota de sangre. ¡Y no es que estuviera muerto, no! Estaba muerto pero de miedo, que a veces es peor. «El miedo es para los cobardes», le decía su padre, «te frena el pensamiento, el cuerpo se hace pesado y, con los ojos en blanco, no ves cómo solucionar nada. Mente despejada, corazón frío, y el miedo se va». Pero Pedro no se apañaba a aplicar los magníficos consejos de su progenitor. ¡Cómo le gustaría que estuviera aquí con él! Seguro que su padre también estaría muerto de espanto. Aunque, al menos, no estaría tan solo, ni abrazado a la espina dorsal de un explorador que, como él, temblaba de arriba abajo.
–Tengo ganas de ver a esta bestia parda de niño: son la peor especie. Parecen unos santos hasta que se demuestra lo contrario. ¡Tuve tres en vida! Los tres malcarados, odiaban leer, y se pasaban el día viendo la televisión y enganchados al ordenador y a los videojuegos, moviendo los dedos como poseídos por alguna enfermedad. No tenían otro mundo. Cuando me fui, no sabes lo tranquila me quedé. Si el monstruo tiene la cara blanca, es porque no debe ver la luz del sol: debe preferir quedarse quieto entre las cuatro paredes de su habitación, haciendo sus porquerías.
–¡Canalla!
–¿No has visto que los esqueletos pequeños, aquí abajo, sin las pantallas de la tele u ordenador, están como locos el primer día? ¿Y has visto cómo sus dedos índices se mueven como gusanos buscando alimento? Necesitan apretar alguna tecla, sino, se trastocan. Yo, si por mí fuera, les cortaría estos dedos al nacer. ¿No les hacemos agujeros en las orejas? ¿Un dedo más, un dedo menos? No importaría.
–Ya se espabilarían de otra manera… acabarían apretando las teclas del ordenador o del mando de la televisión con la punta de la nariz o de la lengua.
–¡Que se las corten, también!
–Tranquila mujer, ¡en cien años, todos calvos!
Cuando la marabunta pasó de largo, Bartomeu y Pedro temblaban todavía.
24. Perder la cabeza
Encontrarse al abuelo sin cabeza fue otro susto de los gordos y un nudo en la garganta para el niño: un vestido gris y camisa blanca sin cabeza que se movía y los señalaba con el dedo índice de forma acusadora.
–Plan B –dijo Ken–. Bartomeu, quédate bien escondido.
–¡Pero si ya estábamos escondidos! ¡Y se estaba tan bien!
–Pues vuelve, pero llévate el cuerpo del viejo. No podemos ir con un cuerpo sin cabeza. Se puede ir con una cabeza sin cuerpo, pero no al revés. Lo entendéis, ¿verdad?
–¡No!
–¡Pues me da igual! –exclamó Ken– ve frotando el cuerpo del abuelo Miguel, para que no se enfríe mientras le traemos las ideas de vuelta. Un poco de jarabe de bastón tampoco le iría mal. Necesitamos que le circule la sangre.
–¿La sangre? ¿Pero qué dices? ¿Estás grillado? –le cuestionó Bartomeu.
–Perdona. A veces olvido lo que somos –se disculpó Ken, que continuó explicando el plan B–. Kim hará una visita a Tarántula para darle las gracias y, de paso, enjabonarla un poco. No conozco a ninguna mujer que no le guste ser seducida, halagada. Mientras yo vigilo, tú, Pedro, le robarás la cabeza. Después, se la devolveré a tu abuelo y, todos juntos, te acompañaremos a la salida y fin de la historia.
–¿Robar la cabeza de mi abuelo? ¡Yo no entro en casa de aquella bruja ni aunque me dejen sin cuentos! –respondió decidido, el niño.
–Mira, niñito –dijo Kim–. Los abuelos se sacrifican por nosotros toda su vida.
–Yo recuerdo a mi abuela, y sé que habría dado la vida por mí –comentó Bartomeu–. Ella me regaló una brújula y me convirtió en el ser despierto y espabilado que soy ahora, viajero incansable, descubridor de nuevos mundos…
–¡Bartomeu!
–Gracias a aquella brújula alcancé las cimas nevadas del Kilimanjaro, los desiertos de sal de Pamukkale, los ríos de plata de…
–¡Calla, Bartomeu! –le cortó Ken–. Eres peor que el viejo. Cuando te dan cuerda, no paras.
–…pues si nuestros abuelos y nuestros padres se pasan la vida enfrascados en que no nos falte de nada, protegiéndonos, cuidando de nosotros cuando somos pequeños y cuando somos viejos… métetelo a la cabeza, pequeñajo, que por una vez que puedes devolver el servicio a tu abuelo que tanto te quiere, estás obligado –concluyó Kim de la India.
–¡Pero si mi abuelo está muerto!
–Pues con más razón. Se le llama respetar la memoria del abuelo.
–También se llama: «Dejad a los muertos descansar en paz» –añadió Ken.
–Gracias por la ayuda, gigante. Esta vez no hacía falta.
–De nada, enano.
–Qué bien que hablas, Kim. No conocía tu filosofía oriental –le piropeó Bartomeu.
–No es filosofía oriental, es filosofía de cajón; la que cae por su propio peso.
–Al menos –insistió Bartomeu–, tienes la cabeza bien puesta sobre los hombros.
–Sí. No como otros, que la han perdido… –concluyó Kim mientras observaba al viejo que yacía sin cabeza.
–¡De acuerdo! –gritó el niño–. Yo le traeré de vuelta la cabeza al abuelo y, después, me iré.
Seguirá
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