Para uno de mis libros imaginé un futuro distópico cuando el ser humano pueda vivir mil años ( lean y escuchen al autor de “La física de lo imposible” de Michio Kaku y verán que es posible). En ese futuro forzosamente iban a crearse clubes de suicidas para, por puro hastío, acabar con su vida.
De la misma manera creo que en ese futuro inmediato hiperconectados, cuando triunfe el internet de las cosas, cuando todo funcione por algoritmos nacerá una nueva clase social, la de los “desconectados” que den la espalda (quizás en parte) a la tecnología y regresen a un “new age” avatariano donde prevalezcan los encuentros, la conversación, el trato humano no interrumpido, y uno prefiera hacer las cosas por sí mismo como se hacía hasta bien entrado el siglo XX.
Uno ya cerró el teléfono móvil y descolgó el fijo, y perdonen ese ejemplo cuando está leyendo o escribiendo harto del coitus interruptus en que acababa convirtiéndose el ejercicio creativo.
Creo que no es preciso viajar hasta el siglo XXI para reconocer que los adultos, habitualmente seres inteligentes, son capaces de desconectar, hoy, de las nuevas tecnologías y que mañana, quizás por hastío vital, seguirán haciéndolo. O sea que podrán seguir leyendo en paz.
Pero de quienes no estoy tan seguro es de los adolescentes y de los jóvenes, especialmente en la franja de edad que nos sitúa entre los 11 y los 18 años (podría ser ampliada hasta los 30 y más) O mucho más: he visto señoras saliéndose del teatro porque debían atender una llamada, advertidas por el vibrador del teléfono, niñatas consentidas whatsapeando en plena proyección de “La Bella y La Bestia” o grupos de jóvenes silenciosos en animados tecleteos con sus móviles. Y de ellos, de sus consciencias e inteligencias en construcción no estoy tan seguro de su capacidad de desconectar.
Yo no puedo imaginarme leyendo “Las minas del Rey Salomón” de Ridder Haggard, pura aventura, atrapado por las penurias de Fantine en “Los Miserables” de Hugo, corriendo hasta la extenuación junto a “Pandora y el Congo” de Albert Sánchez Piñol o volando junto a Mermoz, Guillaumet y Saint Exupéry, ases de la aviación (y de la escritura) en “A Cielo abierto” de Antonio Iturbe entre los avisos y silbidos de muerte del maldito whatsup que me devuelve a la triste realidad y me aleja de esa ficción perturbadora.
Pero yo cumplí mis 55 años y sé lo que quiero para mí. De los “teenagers” o jóvenes distraídos yo ya no estoy tan seguro.
Me encuentro en Cambrils, hace pocos días a una amiga mía y me regala la sentencia que dará pie a esa crónica y a su reflexión, espero compartida.
“Cuando les regalo un libro a mis hijos, lo primero que hacen es observar el grueso del libro para saber cuánto tiempo va a robarles de sus maquinitas” (Ruth García, madre de niños de 9 y 11 años).
Ver a niños pequeños utilizando teléfonos móviles es algo absolutamente cotidiano, hasta el punto de que a los 10 años muchos ya tienen su propio smartphone. Según un estudio de la firma norteamericana Influence Central, la edad media a la que los niños estadounidenses obtienen su propio teléfono inteligente está en los 10,3 años.
Este resultado no dista demasiado de los datos de los que disponemos en España. Según el Instituto Nacional de Estadística, la disposición de un teléfono inteligente se incrementa significativamente a partir de los 10 años. En este caso, la mayoría de las criaturas obtiene su primer smartphone entre los 11 años (42,2%) y los 12 años (69,5%), pero un 29,7 % ya lo tienen con 10 años.
Socialmente se visualiza el paso de educación primaria a secundaria como el cambio de etapa vital donde [el móvil] se hace necesario, muchas veces buscando la seguridad de estar localizado para los padres”, afirma el antropólogo y experto en tecnología y familia Jordi Jubany. (La Vanguardia, 23/5/ 2016
Las tecnologías han llegado para quedarse y nada ni nadie las echará, aceptadas por el grueso de la sociedad como una herramienta fundamental de entretenimiento, esparcimiento y relaciones sociales. Con un acceso a internet el resultado de su uso es inmediato, la gratificación absoluta y adictiva para personas de todas las edades, especialmente para los niños y jóvenes que encuentran, así, un juguete 24 horas.
Si les ofrecen elegir entre un teléfono inteligente y un libro inteligente, no habrá ninguna duda en porcentajes que rondarían el 95% /y las estadísticas también se equivocan).
Se trata de convivir con ellas, nunca de hacerles frente: acaban siendo una segunda memoria del usuario, su agenda telefónica, su acceso a redes, GPS y, en última instancia, aplicación arriba, aplicación abajo, un teléfono.
El libro tiene las de perder, por muchos campañas publicitarias y promocionales que puedan emprenderse, por muchas iniciativas de apoyo a la lectura que puedan trascender, por muy grande que sea el entusiasmo de los autores en sus visitas escolares.
Ahora el amigo es el móvil y como decía la poeta Patricia Benito en su primer poemario: “hay gente que preferirá soltar tu mano antes de que se le caiga el móvil”
¿Hay pues que darse por vencidos?
Habría que determinar, en un análisis más profundo, cuáles son las razones para que la generación pantalla, en su mayoría, prefiera las tecnologías que la lectura atenta. De sus beneficios se ha hablado extensamente pero parece ser que estos beneficios, compartidos por los docentes, bibliotecarios, escritores, editores no son percibidos ni entendidos por los usuarios finales.
El uso y abuso de las nuevas tecnologías va a más lo que obliga a la comunidad educativa y la sociedad en general a recargar las baterías y a iniciar actividades de choque para hacer frente a un mañana difícil e incierto.
Tal como recoge TechCrunch alrededor del estudio de Influence Central, otra tendencia es el hecho de que cada vez es mayor el número de niños que acceden a internet desde su propia habitación y no desde un espacio compartido por la familia. En este caso se ha pasado de un 15% en 2012 a un 24% en la actualidad.
¿Significa esto que los padres se están relajando en cuanto al uso de la tecnología por parte de sus hijos? Para responder a esta pregunta Jubany recurre al último barómetro del CIS, en cual se constata que más del 85% de los encuestados estás bastante o muy de acuerdo en que los jóvenes tienen dependencia de las nuevas tecnologías y, al mismo tiempo, que esto es un problema para la educación en familia.
Es necesaria una educación para un uso consciente, responsable, saludable y crítico más allá del entretenimiento, la distracción y el espectáculo de la sociedad de consumo. (Jordi Jubany, Antropólogo y experto en tecnología y familia para La Vanguardia)
Se trata pues de sentar las bases de cambios educativos que logren que el libro y la lectura vuelva a ser un disfrute por encima de las tecnologías, tarea no imposible pero si difícil y que puede resolverse, a mi modo de ver, a medio plazo. En conclusión, se trata de que la lectura sea un acto voluntario (más allá de las prescripciones educativas y de la lista de lecturas obligatorias) de disfrute y enriquecimiento consciente y que un libro lleve a otro. Para ello podría objetarse que habría que cambiar el cerebro del adolescente y del joven. Y considerando la plasticidad del cerebro la respuesta es correcta.
¿Cómo modificar conducta y comportamientos, hábitos y preferencias del joven lector, especialmente de secundaria, quien abandona la lectura en masa al llegar los 13-14 años? ¿Cómo conseguir que el lector reciba más en leer de lo que cree recibir? ¿Cómo aumentar el disfrute, sus emociones, su intensidad lectora, como animar a devorar libros sin que ello obstaculice su acceso a las tecnologías conviviendo ambas en una relación mucho más armónica?
Cambiando su cerebro. Necesitando leer para disfrute y para beneficio personal.
Continuará…
“In fraganti” Fotografía propia. Casting. Barcelona, mayo 2017
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