Vamos a hablar de teatro y de teatro del bueno y de actores y de los buenos. El Guardián del Algarrobico estuvo en Madrid y ahora llega a Barcelona. Asistimos al estreno de esta fábula post-capitalista, de una reflexión de lo que quedó de la España del ladrillo que escribe Roberto Villar, dirige Nacho Hevia e interpreta Julio Alonso en Porta 4 en Barcelona.
El capitalismo desarrolla un fenómeno inédito: el proletariado moderno, es formalmente libre pero, contradictoriamente, es la clase productora más insegura en términos laborales.
Pablo Heller (Incertidumbre y capitalismo (Revista Topia, abril 2018)
Todos daban por cerrado el destino del hotel aferrado como un empaste blanco a la dentadura montañosa del cabo de Gata: 65.000 metros cúbicos de hormigón para rellenar los cerros vaciados por excavadoras. El derrotero judicial hacía presumir que el Algarrobico saltaría por los aires el día que el último recurso se resolviese, pero un inesperado fallo a favor de la constructora Azata parece que puede guiar el hotel a la salvación. Incluso para los más críticos con esta sentencia, los tribunales han tenido la virtud de recordar que, a pesar de que hacía años que las Administraciones solo hablaban del Algarrobico para fijar la estrategia de derribo, jueces y políticos han ido sucediéndose y la mole resiste en la playa con los ojos entornados frente al sol. Decenas de sentencias, cuatro ministros de Medio Ambiente, tres presidentes de la Junta de Andalucía, dos alcaldes de Carboneras… Todo pasa, menos el Algarrobico.
En un país asomado al abismo del ladrillo, el Algarrobico se erigió para ecologistas y Administraciones en el modelo de lo que había que evitar.
(La mole indestructible, El País, 30 marzo 2014)
Y en esa mole de 25 pisos de altura, un hotel fantasma que haría las delicias de Jack Nicholson en “El resplandor” sobrevive Miguel, el guardián sesentón que se pregunta, cada día, sobre el futuro del Algarrobico y con él, el de su misma persona. Comparte sus desengaños y sus esperanzas por espectadores imaginarios y un perro, Sebastián, que le alivia de sus soledades. La obra escrita por Villar y dirigida Nacho Hevia es un espléndido monólogo, que se diría diálogo entre personajes, sobre ecologismo, corrupción política y empresarial, el boom inmobiliario del ladrillo, las instituciones y gobiernos desnortados y sobre todo, en ese rugido de la marabunta de la vida, sobre la supervivencia del guardián de la nada, un ninguno, un midundi abandonado por la constructora para evitar okupas y ecologistas que ya marcaron con su grafiti un “Ilegal”.
En esos sesenta minutos veloces de representación a uno se le van, definitivamente, las ínfulas de ser actor cuando descubre la fisicidad, la entrega de Julio Alonso, ese actor que como el Algarrobico espera aún (y a pesar de sus múltiples intervenciones) que alguien descubra un talento gigante que no para de crecer. Desde el magnífico Rachid, ese estudiante marroquí a Miguel hay toda una construcción de personaje que a nadie puede dejarle indiferente: Alonso baila, ríe, llora y encarna, con gran hilaridad del público, a esa mujer impuntual que siempre llega tarde, a una madre ausente, al narrador omnisciente y al guardián de la nada que juega con su perro y espera a Teresa para hacerle el amor. Alonso se desdobla y llena el escenario como si en vez de uno hubiera cuatro o cinco Alonsos a la vez.
Esa fisicidad, ese llenar el escenario que a mí me recuerda al mejor Echanove de El verdugo y un talento -Julio debería lanzarse al dominio del catalán- que debería llevarle a un TNT o al Teatro Clásico español donde igual cose a Moliére que a Shakespeare son las bazas fundamentales de su actuación.
Uno, como siempre, echa de menos, una mejor producción, (ojo, Fundación Inquietarte) mayor inversión en un espectáculo en el que se nos invita a contemplar el mar (estamos en la bellísima Cabo de Gata) y acaba echando uno un reojo al proyector esperando una proyección de atardeceres, de arenas doradas, de nudistas al sol que nunca llegan quizás para subrayar lo post-apocalíptico del lugar, de la soledad de a quien solo le queda imaginación para sobrevivir.
Y eso le lleva a uno a pensar que Julio Alonso y su equipo debería llevar esa historia del Algarrobico a la gran pantalla en un mediometraje que levantaría ampollas y desahucios de consciencias (una metáfora baladí cuando a la mayoría de políticos se les secó la consciencia). Uno se imagina al guardián entre sombras de clientes que nunca llegarán, de albañiles y de empresarios y ecologistas mientras ruge en su soledad mal llevada a que pase algo y lo que pase que sea bueno entre habitaciones y cocinas y salas de juego y bares que nunca fueron.
“El guardián…” es una obra que hay que ver por un inconmensurable Alonso, por lo que cuenta que se erige en una denuncia de la falta de futuro, hoy, de un país, España que sigue mirando su ombligo entre ofertas falsas de bienestar y en donde dice “piso ideal parejas” léase “cuchitril sin ventanas”, donde políticos avestruces esconden su cabeza y su tartamudez y se pasan la pelota en un chapapote que nos humilla y nos ensucia.
De ahí que “el guardián del Algarrobico”, como el guardián del faro se convierta en un espejo quebrado de esa gran vergüenza en que se convirtió España. Y nos lo cuenta el eslabón más débil de la sociedad mientras escupe su rabia contra verdes o azules que prometieron un Estado de derecho, un estado del bienestar en mal estado permanente, ya caduco. La rabia del guardian debería ser nuestra rabia y nuestra frustración contra aquellos que levantaron aeropuertos fantasmas, estaciones de trenes veloces donde nadie espera, a los que expulsaron de sus casas a eslabones aún más débiles amparándose en su presbícia o su ceguera (será por eso que llevan gafas de sol oscuras) y aún así siguen dándoselas de grandes cuado sus corazones son infinitesimalmente más pequeños que el del fiel y noble guardián y sus delirios más certeros que los de los otros.
Su grito, sí, debería ser el nuestro.
La obra se representa este domingo a las 18’00 h y el próximo sábado a las 19’00 h. en Porta 6 (barrio de Gracia en Barcelona)
Foto de Francisco Bonilla (El País)
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