9. Un cuento que no llega, y una abuela desaparecida
Pedro había ido a buscar un cuento, no una abuela que ya no recordaba: murió cuando él era muy pequeño. Al ver a su abuelo se había puesto a gritar y a punto estuvo de perder el renombre de «sin miedo» por el que todos le conocían. Podía volverse a la cama –el abuelo no se lo impediría– o quedarse con él y ver mundo. Dormir lo hacía cada día, ver mundo sin salir nunca del pueblo, no. No estaba seguro del todo, pero respondió con un movimiento afirmativo de cabeza. ¿Qué podía perder?
–¿Y el cuento, cuándo me lo contarás?
–¿Quieres otras historias además de la que ya estás viviendo, pequeñajo? ¿No querría el lector entrar, a veces, en algunos de los cuentos que lee, sumergirse dentro de las ilustraciones? Pues ahora has caído con buen pie en una historia que tardarás en olvidar. Es como un cuento desplegable, de esos que se abren,los llaman pop-up, o como las películas de cine en 3 dimensiones con aquellas gafas tan estrafalarias. De todos modos, te contaré las historias que quieras una vez encontremos a tu abuela. ¿Me ayudarás, entonces?
Respondió que sí. Y entonces, como los detectives de los libros, preguntó:
–¿Y cuándo fue la última vez que viste a la abuela?
El hombre se quedó parado por aquella pregunta tan inteligente.
–La última vez… hacía punto de cruz al comedor de casa cuando le vino aquel ataque. Nos dimos prisa, pero los médicos dijeron que había muerto de vieja y que no podían hacer nada más. ¿Qué sabrían esos matasanos? Después la enterramos, pobrecita mía, y no la volví a ver. Avisé a muchas personas por si alguien había visto a mi Mediacostilla. Mediacostilla, ¿dónde te has metido? Ya sabes que la abuela era una mujer inquieta. Y eso de «Mediacostilla» siempre se lo decía con cariño. Para otros era la señora Remedios de Cal Moliner, porque su padre siempre había tenido un molino. Y Mediacostilla por dónde andará, por aquí y por allá, pero nada. No puede estar lejos. Está claro que tu abuela tenía espíritu viajero: no le gustaba mucho rato sentada. Aquí abajo no hay ni autobuses ni coches, sino bicicletas oxidadas y que van muy buscadas; algún carrito abandonado, patinetes… ella era toda una señora: haga lo que haga, lo hará a pie.
–Gigante, tú que eres alto como una torre de guardia y que saltas la mar de bien; Kim, antiguo domador que te metes por el agujero más pequeño y guardas las ideas más prodigiosas bajo tu turbante de calicó… ¿Querréis acompañarme? No os digo nada al resto, porque tanta gente caminando juntos levantaría sospechas y aquí es mejor pasar desapercibido. Ir haciendo, como quien no quiere la cosa.
Los dos esqueletos, el pequeño y orondo y el patilargo y estrecho, dijeron que sí y cuando el abuelo se puso de pie, parecía que la expedición fuera a comenzar. El viejo se quitó los zapatos y descargó sus huesos al suelo. Se aflojó la corbata del cuello de la camisa, que le iba grande.
–Pero antes, tendremos que ir de compras. No puedes ir con estas pintas por el subterráneo. Aquí no está permitido que nos visiten los humanos. Alguno que se ha perdido por las alcantarillas o que ha ido a husmear donde no debía, al vernos, se ha muerto de miedo. Y si no se ha muerto, lo habrán troceado para que no diga nada. ¡Es muy peligroso! Deberás ir con la cabeza gacha y, si te preguntan alguna cosa… tú, nada de nada, como si fueras sordo. ¿Me entiendes, pequeñajo? Ken es fuerte y te protegerá, y Kim, ahí donde lo ves, da unas tortas que le ha hecho saltar los dientes a alguna calavera presuntuosa. Ten, ponte estos jirones para que no te reconozcan. En nada te buscaremos alguna cosa más digna.
El niño colgó su abrigo a una tibia que sobresalía del muro del refugio. Se vistió con unos harapos con tan poca maña que cuando se tapaba el hombro izquierdo, el derecho le quedaba descubierto; si quería taparse la cabeza, las piernas le quedaban al aire…
–A estas horas muchos esqueletos duermen ya. Sí, a nuestros huesecillos les gusta echar una siesta para no perder la vieja costumbre. Y muchos, de noche, soñamos con una vida que ya pasó. Lo que quiero decir es, que no nos encontraremos a casi nadie.
El niño se sentía como una momia, entre un resucitado y una oruga que está cambiando de piel. Se miró los botones dorados del abrigo que resplandecían como los mil ojos de un insecto escandaloso. Había llegado vestido como un príncipe, como le había dicho su madre, y ahora parecía un trotamundos.
–¡Venga, vamos! Que tengo el presentimiento de que mi Mediacostilla lo estará pasando muy mal ella sola. ¿Alguien más me acompaña?
–El camino estará lleno de peligros para un pequeñajo como este. Yo, con mi pata de palo, no haría otra cosa que entorpecer vuestro viaje y despertar al enemigo allá donde vaya. No contéis conmigo, por vuestro bien –se defendió el capitán pirata.
–Estoy dibujando los planos de la Atlántida, el continente perdido, siguiendo los consejos de los sabios arcanos –se justificó Bartomeu.
–Tengo la inspiración en la punta de la lengua –añadió el poeta–. Llevo dos meses dándole vueltas a este verso. No quiero marchar ahora, o seguro que se me iría. Me inspira esta deliciosa florecilla, la señorita Deschamps.
–Marchad sin nosotros. ¡Esos no son lugares para una dama! Si veo un ratón, ¡me echaré a temblar, aunque esté muerto! ¡Son lo peor! –respondió la artista. Acababa de ponerse una boa de plumas de marabú sobre los hombros y parecía que amenazaba con ponerse a cantar.
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