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CUENTO DE VERANO: EL ABUELO CALAVERA Y YO (7)

By Jordi Folck
01/08/2021
el abuelo calavera y yo

10. La tienda de los horrores

Por una u otra razón, los tres esqueletos y Pedro «con miedo» habían salido por patas del refugio para introducirse por un pasadizo oscuro como la boca del lobo. El abuelo tenía cogido a su nieto de la mano derecha y, levantándolo en el aire, Ken estiraba de la mano izquierda. Kim, el de la India, el enano de cuerpo pequeño y cabeza enorme, abría el séquito. Pedro no veía nada: ¡aquella oscuridad podía comerse con cuchara!
–La última vez que pasé por casa de Las Catarinitas creo que era después del pasillo, la cuarta catacumba a la izquierda, si no me equivoco –se aventuró a decir el viejo.
–Tercera a la izquierda, diría –sugirió el jugador de baloncesto.
–Quinta a la derecha, segunda a la izquierda y tercera a la derecha –afirmó, confiado, el enano–. Conozco bien estas catacumbas. Tienen más de dos mil años, de la época de los romanos. Me lo ha dicho Bartomeu, el cartógrafo. La tienda ocupa una antigua capilla.
–¿Mercaderes en un templo? ¡Debería darles vergüenza! ¿Es que no aprenden la lección? Estas Catarinitas estaban bien encatarinadas.
No había terminado de hablar cuando entraron en un pasadizo húmedo, oscuro y estrecho, iluminado al fondo por una débil lámpara de aceite.
–Pedro –le advirtió el abuelo–, las manos bien metidas a los bolsillos, que aquí hay gente muy cotilla y correría la voz de que un humano pasea entre nosotros. El resto de esqueletos malos nos haría correr a nosotros.
La tendera era una carcasa vieja que llevaba un sombrero con una margarita pocha y dos pájaros disecados. Sobre su tórax llevaba un tul transparente y un collar de conchas marinas. Se notaba a la legua que había sido una mujer presumida en vida.
–Mi nieto acaba de mudarse al otro barrio, y no nos gusta demasiado la ropa que lleva. ¡Sus huesecillos cogerán frío! –gritó el viejo, mandíbula arriba y mandíbula abajo–. ¿Tiene alguna novedad?
–Señor mío, cualquier cosa será mejor que este saco que lleva el niño –le regañó la tendera–. Debían quererle poco ahí arriba para vestirlo así. Mire, cada día muere gente: algunos van bien vestidos y, otros, dan pena. Siempre tengo piezas nuevas que no quieren o que cambian por alguna de las mías. Usted mismo, abuelo, ¿no querría cambiarme ese traje gris que lleva por un vestido de fallera valenciana o pubilla catalana, verdad? Vienen los dos al completo, ¿qué me dice?
–Señora, le agradezco el ofrecimiento; pero entenderá que yo, como hombre y por muy buen catalán que sea, nunca me pondría un vestido de pubilla. ¡Y no hablemos del de fallera! ¿Qué quiere, que me quemen? Además, este vestido de pata de gallo fue un regalo de mi querida esposa. Y a ella tampoco le haría gracia ir vestida de fiesta cogida del brazo de su marido, como si fueran dos amigas. ¿Y la dignidad? Ocúpese del niño, que bastante tiene encima el pobre.
–Ahora mismo me ha llegado una capa de terciopelo y una corona de oro y zafiros que pertenecía hasta esta mañana a un pequeño príncipe, último descendiente de los zares de Rusia. Él mismo me ha dicho que ser rey era demasiada responsabilidad y que ya estaba harto. Se ha llevado un traje de prisionero… ¡y la mar de contento que iba!
–Mi nieto no puede ir vestido de rey con una corona. ¿Qué más tiene?
–Pues a mí me gustaría, abuelo –respondió el niño. ¡Un traje auténtico!
–Tú calla, pequeñajo. La tendera es capaz de embaucarnos un traje de astronauta –le susurró al oído.
–También me gustaría un traje de astronauta, abuelo…
–De su talla, que debe ser una 12, me queda un vestido de trovador y un sombrero de cascabeles que perteneció a un bufón de la corte del Rey Jaime, de hace veinticinco años, que en paz descanse.
–¡No me vestiré como un duendecillo! –exclamó Pedro.
–Ya lo ve, el pequeñajo no quiere ir de duende. ¿Y no tiene algo que pase más desapercibido?
–¡Ah, esta juventud! ¿Quieres unos pantalones de marca y una camisa con tus iniciales bordadas, niñito? ¿Qué os enseñan en la escuela? Mira, tengo de soldado de las Cruzadas; una toga romana de un emperador bajito que incluye su rama de laurel para ser coronado después de peinarse; un vestido ceremonial del joven Tutankamón que nunca llegó a estrenar, que lo encontraron en su tumba de oro y que pesa un riñón y medio. Finalmente, puedo recomendaros el hábito de un fraile capuchino, de la época de Robin Hood, que murió hace quinientos años. También tengo pamelas y vestidos de señora por si el chaval tuviera sentido del humor, que es lo último que se ha de perder en esta vida y en la otra.
–Deme ese hábito de capuchino –le pidió el abuelo Calavera.
–¡No me pondré un traje de un muerto de hace quinientos años! –gritó el niño.
La calavera de la tendera abrió la boca y sus dientes comenzaron a castañear…
–Señora –respondió Ken–, entiéndalo, acaba de mudarse y no termina de hacerse a la idea. No se lo tome como una ofensa. Va, chaval, ¡pídele perdón a esta señora!
Pero Pedro no estaba para historias. Aquello empezaba a llegar un poco lejos. Alguien debió darle un buen pellizco en el culo porque saltó.
–¡Perdón, señora, perdón!
–Nunca me han gustado los maleducados y creía que tú eras uno.
La señora desapareció, y al poco volvió vestida con otra pamela llena de margaritas y un sol postizo que bailaba sujetado por un alambre roñoso.
–¿No creen que me favorece más? –les preguntó la tendera.
Miguel Badía halagó el buen gusto de la señora durante un rato tan largo, que el niño estaba empezando a ponerse nervioso. Finalmente, le dio la larga túnica con capucha y un cordón que le hacía de cinturón.
–Ya me lo pagaréis, no te preocupes. ¿Te lo apunto, vale?
–¡Apunte, apunte! –le pidió el abuelo.
El abuelo Calavera besó la huesuda mano de la señora mientras Kim y Ken metían al pequeño a presión en aquel hábito que apestaba a viejo.

Seguirá

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